Jesús Cabrera - El molino de los ciegos
Castillejo
Pese a las distintas opiniones, la Córdoba de las últimas décadas no se entiende sin su presencia casi omnipresente
Al cabo de los días del fallecimiento de Miguel Castillejo y de las numerosas valoraciones vertidas sobre su persona y su obra destaca un elemento que es común a todas ellas, pese al amplio abanico de opiniones vertidas, que van desde la hagiografía dulzona hasta la condena por todos los males pasados, presentes y futuros de esta ciudad. A pesar de esta diversidad de opiniones subyace de forma más o menos explícita que la Córdoba de las últimas décadas no se entiende sin la presencia casi omnipresente de Miguel Castillejo . Además aún se carece de distancia para comprender en toda su magnitud la complejidad del personaje, el mismo que los domingo por las mañanas ocupaba de muceta y bonete el confesionario del lado de la epístola en el crucero de la Catedral, como canónigo penitenciario con plaza en propiedad tras duro examen oral y escrito desarrollado íntegramente en latín, y a las 24 horas recibía de chaqueta y corbata en su despacho de Ronda de los Tejares a empresarios y políticos de todos -repito: todos- los signos políticos en busca de una gracia resumida en un buen número de ceros. La forma de gestionar una caja de ahorros de forma tan personal le granjeó tanto filias incondicionales, que eran capaces de colapsar el bulevar del Gran Capitán en una manifestación, como enemistades que dejaban en unos juegos florales el sentimiento que Escipión sentía hacia Aníbal y que comenzaron a aflorar públicamente una vez que Castillejo dejó sin oponerse la presidencia de Cajasur gracias a una reforma en los estatutos del Cabildo Catedral hábilmente diseñada por el obispo Asenjo para cumplir el pacto de Santa Lucía. Hasta entonces, las críticas al cura banquero no pasaban de la barra de un bar o de la puerta de una sacristía.
Esa omnipresencia de Castillejo en la sombra de la vida pública cordobesa generó un mito en el que la realidad y la ficción hicieron que el personaje fuese aún más complejo de entender. Prácticamente a todos les daba igual cómo fuese en verdad, ya que a ellos sólo les importaba que el presidente de Cajasur financiase la operación urbanística, pagase las camisetas de la prueba deportiva, comprase ese cuadro de firma que complicaba el reparto de la herencia, colocase al niño que no ha terminado la carrera o diese ese impulso que implora el escritor en ciernes. En Córdoba también se sabía a la perfección que la mano de Castillejo era prodigiosa, que no se le resistía puerta alguna a la que llamase . Podía hacerlo directamente o por delegación, ya que bastaba que al otro lado del teléfono se escuchara la frase mágica - «A don Miguel le gustaría que…»- para que al instante se cumplieran sus deseos sin indagar mucho si realmente era así o no.
Castillejo no llegó a comprender que a finales del siglo XX la combinación de finanzas y sotanas era altamente explosiva. Ya no eran los tiempos de Tibau ni de Seco de Herrera. A finales de los 90 inició un enrocamiento en defensa de su posición que le llevó a la palestra informativa casi a diario y no precisamente por acciones positivas. El control que ejercía sobre un medio de comunicación no le sirvió para frenar el alud de críticas , muchas de ellas fundamentadas exclusivamente en su condición de sacerdote. En esos años duros, si él leyó cada mañana sin depurar los dosieres de prensa, hubiera comprendido con facilidad que algo estaba ocurriendo a su alrededor, que era el momento de cambiar de ciclo y de responder con humildad a quienes le restregaban lo de los mercaderes en el templo con el pasaje de Cristo sentado a la mesa de Mateo, el recaudador de impuestos.