Callejero Sentimental del Casco Antiguo de Córdoba |

Calle Julio Romero de Torres: Por donde pasea el duende del pintor

Desde 1920 ostenta el nombre del popular pintor, que la frecuentaba en vida para ver a su novia Francisca Pellicer y se sentía atraído por el quebrado trazado de la calle en la que acabó comprando una casa

Tramo final de la calle, con el Palacete de los Burgos a la izquierda Fotos: Valerio Merino

Francisco Solano Márquez

La antigua calle Mascarones se rebautizó como Julio Romero de Torres en 1920 y ostenta un rótulo artístico, plasmado en finos azulejos sevillanos con el nombre del pintor flanqueado por el escudo y el sello de Córdoba. Cuando el Ayuntamiento acordó poner su nombre a la calle los amigos y admiradores promovieron una suscripción pública para costearlo, logrando 1.068,45 pesetas, así que sobró dinero para reproducir en azulejo su famoso cuadro «La saeta», que se colocó en la fachada de los Dolores, según Mercedes Valverde , solvente especialista en la vida y obra del artista.

La calle fue muy frecuentada por el pintor, pues en el número 11 vivió su novia, Francisca Pellicer , con la que se casó precipitadamente, como le contó a Mercedes la sobrina Carola Romero de Torres: «En uno de los quiebros de la calle, su cuñado Julio Pellicer le puso una pistola en la sien y le dijo: 'O te casas con mi hermana o te mato'. Y al día siguiente de nacer su hijo Rafael, Julio Romero se casó con Francisca Pellicer ». Parte del dinero que ganó con la pintura lo invirtió en inmuebles, y en esta calle compró la casa número 4, cuyo portón adintelado de ladrillo da paso a un gran zaguán empedrado en el que un rótulo indica «Peña Flamenca Julio Romero de Torres». Una pequeña cancela permite ver un patio modesto y descuidado, pero no hay timbre donde llamar, así que entro en la web de la peña en la que aparecen fotografías de un hermoso patio porticado de belleza renacentista, a tono con la fachada y escenario de actividades flamencas.

Línea quebrada

La calle Julio Romero de Torres se inicia entre las de San Eulogio y Cabezas, muy cerca del Portillo, para desembocar, 130 metros más arriba, en la plaza de Jerónimo Páez , después de dibujar una línea quebrada con cinco recodos; un pequeño laberinto en el que se enredan, encantados, los turistas que suben desde la calle de la Feria buscando el Museo Arqueológico. Pura magia. Un jubilado en chándal tira de su carrito de la compra. Y una japonesa camina muy decidida guiada por su móvil, que a veces resulta útil, ya ven.

Ya no hay calle sin apartamentos turísticos. Aquí están en la casa número 3, bajo el nombre sugerente de Medina Qurtuba . Su línea de fachada se prolonga en breve calleja sin nombre y sin salida. Me asomo a la casa del fondo, número 7, con un zaguán en recodo que permite ver un patinito a través de una cancela antigua de lacerías mudéjares. María Losada, que está limpiando la fuentecita central interrumpe su tarea para pegar la hebra. Antiguamente dice que habitaron la casa nueve familias, pero desde que la adquirió su abuelo es vivienda unifamiliar que han ido reformando para dotarla de comodidades. María no la cambiaría por nada, pues sentarse en verano bajo el toldo del patio a la vera del pozo es un placer. «El pozo es un manantial -añade-, y de él bebíamos antes de que el agua potable llegara a las casas». Cree que el brocal de piedra, de una sola pieza, es romano, y asegura que el Judío ( Elie Nahmias ) quiso comprarlo para su cercano palacio. «Esto es muy tranquilo, pues no pasan coches» dice, y contrariando el gesto se queja: «Pero es una ratonera; no pueden venir ni las ambulancias». Ay.

La mejor época para adentrarse en la calle es la primavera, cuando los balcones de la casa número 9, situada en un ensanche triangular, dejan caer una catarata de gitanillas , muy premiados en el concurso municipal. Desde su zaguán se aprecia tras la cancela un recibidor que parece un santuario íntimo, decorado con añejas cerámicas, cobres y yeserías. La calle está muy limpia y enseguida comprendo por qué: ante la casa número 11 dos jóvenes mujeres sacan brillo a su tramo.

Al rebasar otro recodo sorprende la buganvilla fucsia que se derrama por encima de la casa número 13, rehabilitada con mucho gusto. Fíjese en la ventanita con celosía que se abre en la puerta a la altura de los ojos para ver a quien llama antes de abrir, sin necesidad de videoportero. En la casa número 15, de fachada estrechísima y aspecto antiguo, entra ahora una joven estudiante alemana de Erasmus que cursa literatura y arte y se llama Lara. El diálogo de los transeúntes resuena entre las blancas paredes. Y la campana de las monjas carmelitas convoca al rezo.

Casas señoriales

Tras el último recodo una antigua casa señorial impone su puerta adintelada y sobre ella un gran balcón acristalado, como un fanal. Su propietaria María Montilla le atribuye origen mudéjar como acreditan sus arcos peraltados de ladrillo que dialogan con otros de hechura renacentista. La fuente mural del cuidado patio ajardinado muestra el año 1827, correspondiente a una reforma de la casa. Allí vivió y tuvo su taller Manuel Mora Morita , profesor de la Escuela de Artes y Oficios especializado en vaciado de escayola. Un hombre afable y ocurrente cuya mano y buen gusto perviven en el edificio. Muchos capiteles califales suyos de escayola patinada pasarían por auténticos. La casa se dividió para dar lugar a un rincón de pisos enrejados, como jaulas.

La acera de los pares se despide con el palacete de los Burgos , en el número 14, un edificio protegido fechado en 1890 cuya fachada, en forma de «U» presenta dos alas que avanzan sobre un patio exterior cerrado por verja. Es llamativa la combinación de ladrillos rojos y amarillos, que anticipa el regionalismo. En 2008 se fijó en ella la compañía Mercer para convertirla en hotel de cinco estrellas, pero sus diferencias con la Gerencia de Urbanismo ponen en peligro el proyecto mientras la casa va deteriorándose, como se aprecia a través de una de las ventanas laterales. Una pena. Contrasta con la casa de Mercedes Valverde, enfrente, proyectada con el gusto que acredita a esta historiadora del arte, que buscó rejas en Écija y materiales de derribo en los pueblos. Pero la guinda es el artístico rótulo de la calle que campea en la fachada.

Al desembocar en la plaza de Jerónimo Páez me sorprende que no haya veladores del bar La Cávea bajo la arboleda. ¿Qué pasa aquí? Un rótulo en la puerta lo aclara: «Cerrado por vacaciones». Ah. Un gato romano cruza la calle tranquilamente, dueño del lugar, en el que pronto irrumpe un ruidoso grupo de estudiantes adolescentes desorientados con sus mochilas a la espalda que buscan aquí un Burger King.

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