Aristóteles Moreno - Perdonen las molestias
Botellón
15.000 chavales exaltaron la amistad el miércoles de Feria. Pero ojo. La cultura de la embriaguez no acaba de caer de otro planeta
En puridad, un botellón es una reunión inofensiva de amigos al aire libre. Su particularidad radica en que el encuentro se celebra en torno a una o más botellas de litro, generalmente con cierta graduación de alcohol. ¿Se puede celebrar un botellón a base de Fanta de naranja y bebidas isotónicas? Como poder se puede pero todos ustedes coincidirán en que estaría abocado al sopor, cuando no al ridículo.
El botellón es fundamentalmente una celebración social. Un espacio vital en los márgenes de un mundo áspero y plagado de contratiempos. Integra todos los ingredientes milenarios de la cultura mediterránea. Y, si me apuran, de la cultura planetaria. Emoción, comunicación, seducción, complicidad, exaltación de la amistad y alcohol. La vida misma.
Desde ese punto de vista, el botellón no inventa nada. En todo caso, simplifica y mejora un modo colectivo de afrontar la existencia. Respecto a otro tipo de celebración conlleva ventajas indiscutibles. Abarata costes, concentra energía, reduce trabas administrativas, potencia las relaciones, refuerza el vínculo grupal, iguala a los individuos y recupera el espacio abierto. En el botellón no hay zona VIP ni tarifa para currantes. No hay segregación por género ni un señor con cara de sapo te impide la entrada por llevar calcetines blancos.
Con todo, el botellón arrastra una mala prensa inmerecida. Hay mucha gente que imputa a los jóvenes el delito imperdonable de beber alcohol. De hacerlo con nocturnidad y alevosía. Se trata de un tipo de inculpación muy propio de la brecha generacional. Los padres acusan a sus hijos de hacer lo que ellos hicieron cuando tenían su edad. Exactamente igual que los abuelos reprendían a los padres por motivos análogos. Y así sucesivamente hasta llegar a Sócrates, que, en el siglo IV antes de nuestra era, ya sentenció lo siguiente: «Nuestra juventud es mal educada, no hace caso a las autoridades y no tiene respeto por los de mayor edad».
Como ven, nada nuevo bajo el sol. Usted puede entrar mañana mismo en la papelería de la esquina y escuchará, con toda probabilidad, la frase que Sócrates pronunció hace veinticuatro siglos. Resulta sorprendente que se perpetúe generación a generación, siglo a siglo, esa mirada extraviada sobre los jóvenes. Como si el alcohol acabara de caer en el planeta procedente de no se sabe qué galaxia y no formara parte de nuestro ADN cultural como el salmorejo y el coscorrón de sobremesa.
Habitamos en la cultura de la embriaguez. Pero no hoy. Ni siquiera antes de ayer. Una tradición que se transmite de abuelos a padres y de padres a hijos con la naturalidad con que nos lavamos los dientes cada mañana al despertar. Por mucho que ahora algunos se escandalicen de que un puñado de chavales se atiborren de calimocho las tardes de primavera.
Por ejemplo, el macro botellón que congregó el miércoles de Feria a 15.000 jóvenes. En términos comparados, el botellón del Balcón del Guadalquivir era un juego de niños frente a la gran melopea institucionalizada del recinto ferial. La Feria propiamente dicha, que es un macro botellón de tres pares de narices, gana por goleada. 1,2 millones de personas humanas agarradas a la botella, según datos oficiales suministrados por ese admirable funcionario que se dedica cada año a contar visitantes.
No tenemos nada en contra del botellón y la exaltación de la amistad. Otra cosa bien distinta es el vertedero de bolsas de plástico y basura en que convierten estos simpáticos jovencitos el lugar de los hechos. Ahí no tenemos más remedio que dar la razón al bueno de Sócrates.