Rafael Aguilar - EL NORTE DEL SUR

El bolardo

Ahí están, a la entrada del Puente Romano, para recordarnos que nadie está salvo, que nada nos es ajeno

Ahí están, a la entrada del Puente Romano de Córdoba y debajo del arco de Felipe II, en el mismo sitio por el que se podía pasear sin impedimento alguno antes de que la mitad de la ciudad se fuera de vacaciones y de que en una sobremesa de mediados de mes se quebrara con sobresalto la tregua deliciosa de la siesta de agosto, unos bajo una sombrilla y adormecidos con el arrullo de la orilla y otros en mitad de un sitio sin nombre con el horizonte montañoso pero todos sobrecogidos por la noticia, primero incrédulos y después cabizbajos, en parte aliviados porque las llamadas confirmaban que nadie del entorno familiar había resultado herido y al tiempo interesados por las historias de las víctimas que iban conociéndose a medida que pasaban las horas y que no había quien no comentase o completase en la tertulia del atardecer del chiringuito o del bar concurrido del pueblo de la meseta. De nuevo el zarpazo del miedo, la sensación incurable de estar a merced del destino, las historias recurrentes de la última vez que uno estuvo allí mismo, a un paso de donde se produjo la tragedia, en un hotel que hacía esquina con la Boquería o atándose las zapatillas antes de empezar una carrera precisamente en uno de los bancos que se distinguían en los informativos apresurados de la televisión que daban detalles del atentado al poco de que sucediera. La lección, de nuevo, es que no hay nadie a salvo, que el enemigo es difuso, que la estrategia para combatirlo no está inventada, que la unidad necesaria para armar las agallas para plantarle cara al peligro cierto se rompe cuando la sangre de las víctimas está aún fresca y el dolor apenas ha empezado a filtrarse en los ciudadanos.

Al principio de toda esta historia de terror los viajeros comenzaron a achicar las estancias en los aeropuertos como una medida de cautela; nada de pasearse por las tiendas de las terminales más tiempo del necesario ni de recrearse en los pasillos con ventanales con vistas a los aviones: allí dentro, lo justo para llegar con hora a la facturación del equipaje y para pasar el control de seguridad que da acceso a fila del embarque sin que el personal de tierra haya dado por concluida su tarea. Ahora la amenaza se extiende con la fuerza de una enfermedad que destruye un organismo sin posibilidad de cura: la conversación de los clientes de un velador de una ciudad cualquiera puede ser un objetivo, el coche que se aproxima puede que se pare y respete las señales de los semáforos y las indicaciones de los guardias de tráfico o puede que no lo haga, las mesas al aire libre de los restaurantes de algunas capitales ya han dejado de servir cuchillos hasta que no es estrictamente necesario. Nada nos es ajeno aunque no conozcamos a los muertos del último ataque: ahí están esos macetones a la entrada del paso fluvial más antiguo de la ciudad y ese joven con barba que llama a la guerra contra Occidente y que se apoda «El Cordobés».

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