José Javier Amorós - Pasar el rato

Beber

¿Qué lleva a un menor de doce años, de quince, al alcohol?

BEBER para no acordarse de la tumba requiere una edad. La edad en que nos acordamos de la tumba. No es el caso de los bebedores adolescentes de Palma del Río , que no necesitan motivos, sino impulsos. Y por ahí hay que empezar, evitando que los impulsos se conviertan luego en motivos. El Ayuntamiento de la bella población cordobesa ha hecho un estudio para conocer el consumo de alcohol entre sus habitantes más jóvenes. Un estudio tiene más nivel que una encuesta , y otra intención, no sólo pasar el rato, equivocarse y hacer caja. Las casas encuestadoras se caracterizan por revestir de solemnidad lo trivial, y creen que mil graduados escolares respondiendo a una pregunta suya pueden sustituir con ventaja a Platón. Lo triste es que todas sus preguntas tienen respuesta. Pero el Ayuntamiento de Palma del Río estudia para saber y para ayudar, se toma en serio a sus jóvenes, y quiere contribuir a que le retiren cuanto antes la confianza al alcohol y frecuenten más los libros que las botellas. Y también, suponemos, a que no se excedan luego, ni con las copas ni con la lectura. Hay trasegadores de libros, que leen mucho y mal, sin comprender lo que leen; almacenan, nada más. A leer y a beber, hay que aprender.

Por el estudio sabe el Ayuntamiento que más del cuarenta por ciento de los jóvenes palmeños bebe . Que empiezan a los quince años, y aun a los doce, en los casos más tristes. ¿Por qué se bebe a los doce, a los quince años? Para olvidar, ¿qué? Si siguen así, acabarán encontrando una justificación, como el poeta persa Umar Jayyam en sus memorables cuartetas; «No bebo por placer ni por desorden, / ni por faltar a la moral, no, el vino / me permite vivir fuera de mí. / Sólo por eso bebo hasta embriagarme». Así vivió, fuera de sí, borracho sin interrupción, el protagonista de la célebre novela de Malcolm Lowry, «Bajo el volcán». Bebía compulsivamente, despiadadamente, para destruirse. Le costó su tiempo. Y lo consiguió. Bebía, y vivía, sustentado por su culpa. Era inteligente, culto, refinado y sentimental. Todo eso no lo da el alcohol. Lo quita .

El vino, como la palabra, hay que usarlo en su justa medida, incluso mezclarlo con la palabra en la debida proporción. Una palabra de más o una copa de más equivalen a un pensamiento de menos. Decirlo todo y beberlo todo aísla , ahuyenta a los otros y nos deja a merced de nosotros mismos, que es lo que intentábamos evitar. El trato con los licores necesita aprendizaje , y es un proceso lento que desemboca en un placer lento. Las copas son para conversarlas, hay que darles tiempo; beber, como investir a Rajoy, tiene sus trámites. El hígado se blinda con la cabeza.

La bebida tiene hoy un prestigio falso e infundado, de la coctelería al botellón . Durante un rato, sustituye artificialmente al ingenio y a la sociabilidad. «Combeber» se ha convertido en la forma menos comprometida de convivir. Pero el vino no aporta nada que antes no se tuviera, y puede ahogar también las alegrías más vistosas. Empezar a beber de niño es terrible, aunque la edad adulta no hace inocente al bebedor. -Camarero, otra copa. -Enseguida, señor. Me permito comunicarle que con la segunda botella tiene usted derecho a un descuento del cincuenta por ciento en el tratamiento del «delírium trémens» y a cuatro horas de estancia gratuita en el tanatorio . Muchas gracias, señor.

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