Rafael Ruiz - CRÓNICAS DE PEGOLAND
En la barra
El velador no hay que restringirlo sino ilegalizarlo. Dejarnos de medias tintas por el bien de la humanidad
V elador y velatorio tienen la misma raíz : Velar . Que es pasar el rato ante un enfermo, observar atentamente algo, vigilar. De hecho, deberíamos escribir la palabra velador, cuando se trata de las sillas y mesas puestas en el exterior de los bares, entre comillas. La Real Academia, que a tortas anda, ni siquiera recoge entre las acepciones del vocablo el de terraza de verano, que es su principal significado en estos tiempos convulsos. El velador es, en estricto sentido, la mesita de un solo pie, redonda a ser posible. Ni siquiera ese mueble que había en cada casa española —junto al ejemplar de «Ha estallado la paz» y el disco de Jarcha— recibe ya tal nombre. El velador del diccionario no se corresponde con lo que ocurre en la calle de La Plata (Victoriano Rivera, para el nomenclátor), María la Judía (la primera mujer alquimista, que conste) o en la plaza antes conocida como la Corredera, convertida en un no se sabe muy bien qué. Nosotros, los de entonces, ya no pisamos el Patri.
El velador venía a ser donde nos sentaban a los nenes a engullir el montadito de lomo para no dar mucho la vara a los mayores que solían estar en la barra. Un lugar de cierta privacidad para salir de la vorágine del bar, para enfadarse con la novia y cosas así. Pero como la gente ya no va a los sitios si no es a sentarse, se ha emprendido una cierta guerra por lo que es uno de esos muchos desencantos de la posmodernidad. El personal no frecuenta los bares para relacionarse sino en grupos cerrados. La consecuencia lógica es la huida de la barra, esa madre amantísima que tanto nos consuela cuando estamos tristes, para correr a la aburguesada costumbre de estar sentados aún cuando no se piden ni una tapa.
Detesto profundamente los veladores por esa funesta manía de incomunicar a la gente. Por dicha razón promuevo, desde esta humilde tribuna, su inmediata ilegalización más que esas medias tintas que anda pregonando la municipalidad. No porque molesten, que pueden molestar. Ni porque Perico García ande multándolos, que no creo que la cosa sea tan grave. Sino porque cortan el rollo y ahora le da a la gente por sentarse aunque estemos en diciembre y haga un frío de narices. Porque se precisa una vida más sencilla que incluya la vuelta a la barra, a la conversación y a pegar la hebra incluso con quien no se conoce de nada.
Sirva este humilde texto, pues, para reconocer ese trabajo de todos los hosteleros que han aguantado el signo de los tiempos y han decidido seguir adelante con sus abrevaderos de gente en pie. A Manolo, en El Correo; a Carlos y Sabrina en La Platería; a Pedro, en El Carrasquín. A todos esos profesionales que siguen permitiendo conocer a mujeres «que apuran, a tragos largos, sus recuerdos tan lejana, como si todo el universo ya no existiera fuera de esta barra», como en el poema de Roldolfo Serrano. Cosa que me permite que recordarles que su hijo Ismael anda esta tarde por el Gran Teatro sobre las ocho de la tarde.
Por si se aburren en el velador.