PERDONEN LAS MOLESTIAS

¿Se acuerdan del Sombrero del Rey?

La cabecera del arroyo Pedroches está hoy desfigurada por las embestidas de eso que llaman desarrollo urbano

La «joroba» de Asland, desde donde arranca un sendero hacia el arroyo Pedroches ROLDÁN SERRANO
Aristóteles Moreno

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CUANDO Córdoba aún era un pueblo grande a punto de la eclosión urbana, un universo de huertas asediaba la periferia. Yo vivía justo en la línea fronteriza donde se extingue la ciudad y comienza el mundo silvestre. Para ir al colegio del Zumbacón , tenía que atravesar dos vaquerías y un campo de cardos. Los charcos todavía se congelaban en invierno y su lámina traslúcida de cristal nos fascinaba con la misma intensidad que la voz hipnótica de Félix Rodríguez de la Fuente .

La avenida de Carlos III no existía. Y el barrio de Fátima era apenas una loma salpicada de caseríos semiderruidos y albercas abandonadas. Detrás de la cárcel, arrancaba un sendero en dirección al a rroyo Pedroches . Antes había que salvar las vías del ferrocarril por un paso a nivel con barrera y la antigua carretera que conducía a Cerro Muriano . Y justo después te adentrabas en el territorio mágico de las libélulas azules y los renacuajos.

Junto al puente se alzaba una singular cúpula de piedra conocida como el Sombrero del Rey , que daba cobertura a un manantial de agua fresca. Los fines de semana, no era raro observar algún seiscientos aparcado al borde del arroyo con las esterillas de goma esparcidas sobre el suelo y las puertas abiertas de par en par mientras sus propietarios lo lavaban con un cubo de agua espumada y la ternura de un enamorado.

El camino remontaba río arriba por un sendero sinuoso y solitario plagado de arbustos de ribera. En aquellos años, a principios de los setenta, el Club Asland había instalado un campo de tiro al plato en lo alto de la ladera y la vaguada estaba sembrada de perdigones de plomo. No era el único regalo con que nos obsequiaba ya entonces la cementera. Más adelante la montaña estaba abierta en canal por unas canteras descomunales que derramaban piedras amarillas sobre el margen derecho del arroyo. Una cinta transportadora sobrevolaba nuestras cabezas cargada de materia prima en dirección a la factoría.

Apenas teníamos diez años cuando surcábamos aquellos parajes increíbles. No quedaba mucho para divisar el puente de hierro sostenido en el aire con sus pilastras espectrales, cuyas plataformas de cemento se utilizaban como escotilla de salvamento ante la eventual llegada del tren. La aventura era prima hermana del riesgo en aquellos días irrepetibles de nuestra infancia.

Hace tres semanas regresé al arroyo Pedroches. El pequeño polígono industrial ha desfigurado la cabecera del sendero poco antes del puente romano. La explanada del Sombrero del Rey es un enclave irreconocible, atosigado por el nuevo acceso a la Nacional 432 y las embestidas del desarrollo urbano que atacan sin piedad al imperio de las lagartijas.

Los vaciaderos de la antigua cantera de Asland han sido subsumidos por la fuerza arrolladora de la naturaleza y hoy son montículos indistinguibles en el paisaje. Unas cuantas parcelas ilegales han colonizado los márgenes del arroyo con la impunidad que todos ustedes conocen. «Finca privada. No pasar. Perros sueltos», advierte un rótulo escrito a mano para cerrar el paso de un camino centenario protegido (presuntamente) por la ley.

Pese a todo, a la acción inmisericorde de los insensatos y a la pasividad cómplice de la administración, el arroyo Pedroches mantiene hoy su vigor silvestre de hinojos y zarzas . Y así sea.

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