José Javier Amoros - PASAR EL RATO

Aprobar y aprender

Los estudiantes protestan por lo accesorio, mientras dejan pasar sin resistencia mediocres contenidos

Por fin ha llegado a Córdoba la revolución educativa. La semana pasada, dos mil estudiantes se manifestaron por las calles de la ciudad para que se supriman las reválidas y otros frutos amargos del saber. Las fotografías de los peródicos mostraban a un buen número de disconformes tumbados en el suelo, casi amontonados, derrumbados, exhaustos, como si alguien acabara de leerles en voz alta fragmentos de la «Metafísica», de Aristóteles. Rodeándolos, para que no fueran menos que los diputados, un público variado e inexpresivo los contemplaba, como si estuvieran en un acuario de peces inertes. Para animar un paisaje tan triste, trescientos rebeldes se apartaron del camino de la virtud —que iba de Las Tendillas a la Subdelegación del Gobierno, en Vallellano—, para dirigirse a la sede del PP «con intenciones violentas», según la Policía. Marchaban cubiertos con pañuelos, caretas, incluso cascos, que son instrumentos propios del oficio estudiantil, al objeto de evitar que la luz larga de sus inteligencias deslumbrase a los transeúntes. Disfraces y actitudes parecidos llevaban los selectos universitarios que hace pocos días impidieron hablar, en la Universidad Autónoma de Madrid, al expresidente Felipe González. Nada une tanto como una estupidez compartida. Aunque llevaban la cara tapada, los pensadores de la Autónoma tenían aspecto de gastar más en beber que en leer; cuando lo primero que se aprende en la universidad es que ambas acciones deben guardar entre sí la debida proporción. Si en eso consiste la revolución de nuestros intelectuales más jóvenes, no sólo hay que suprimir las reválidas, sino el sistema escolar completo. Y volver a la selva, donde dará clase el profesor Iglesias, con la Cruz de Borgoña recogiéndole la coleta.

Los estudiantes tienen olfato para las revoluciones inútiles. Protestan por lo accesorio, los exámenes, mientras dejan pasar sin resistencia los mediocres contenidos de la enseñanza y la forma rutinaria de transmitirlos. Ellos no se rebelan contra un sistema que los envía a la Universidad sin haber aprendido a hablar, leer y escribir, que son las asignaturas fundamentales y el fundamento de todas las demás. Porque el pensamiento se construye con el lenguaje. Y enseñar es enseñar a pensar. Y aprender es aprender a pensar.

Para reformar la enseñanza, primero hay que reformar a los políticos; después, a los profesores y a los alumnos. Demasiada gente. Es más cómodo reformar las leyes, que no se quejan y tampoco sirven para nada. Desde la llegada de la democracia, se han aprobado siete leyes de educación. En España hay más leyes quer gente para transgredirlas. En homenaje a tanta maravilla, la OCDE ha dicho que un estudiante japonés de secundaria tiene hoy los mismos conocimientos que un graduado de universidad español. Eso es porque nuestra sociedad adiestra al alumno para aprobar, no para aprender. Aprobar y saber no son la misma cosa, ni la segunda es consecuencia necesaria de la primera.

E l dueño y el autor de su propio progreso es el alumno. El que ha de trabajar, en primer lugar, es el alumno. La misión del profesor, piensa uno, es ayudar al alumno a que se construya una personalidad, como se construye una casa. «Yo no enseño, ustedes aprenden». En eso consiste el humanismo en la enseñanza. La primera obligación del estudiante es estudiar, aprender, construirse.Y el estudio es un trabajo en soledad. Todo lo demás son trámites administrativos.

¿Preguntas largas o cortas? ¿Apuntes o libros? ¿Se estudia la letra pequeña? ¿Habrá parciales liberatorios? ¿Entran en el examen las lecciones no explicadas? ¿Es obligatorio asistir a clase? He aquí el programa de la revolución.

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