Rafael Ruiz - Crónicas de Pegoland

Anguita

Ser una referencia moral tiene que ser pesadísimo, sobre todo, cuando las señoras dan grititos como si apareciese un cantante

Hace escasos días, me crucé con Julio Anguita por el Centro. El hombre andaba a lo suyo que es hablar y comportarse como Julio Anguita, que tiene que ser una carga pesadísima, con esa aureola suya de señor que sabe lo que hace y siempre lleva razón. Lo cierto es que no le di más importancia al hecho hasta que unas señoras de cierta edad se pusieron a dar grititos como si hubieran visto a Pablo Alborán o a uno de esos muchachos guapetones que canta coplas. Anguita puso cara de Anguita -un Anguita un poco agobiado por los fans , es cierto- y apretó el paso, imagino, para pasar lo antes posible de las damas que a esas alturas estaban rayando el soponcio porque lo habían visto así, al natural, y no en La Sexta .

A Anguita le tengo ley desde que en los 90, cuando aún llevaba la pipa en la mariconera, apelaba a Júpiter tronante en los mítines. Invocaba al dios griego para barrer los males de España cosa que han visto estos ojos que se han de comer los gusanos. Hay que tenerlos como cocos de feria para sacar a las deidades del olimpo a bailar en una campaña electoral aunque a los periodistas nos daba la risa floja con aquellas cosas porque tenemos muy mala leche. La gente se deshacía en elogios, después de una chapa de consideración sobre el tratado de Maastricht y Felipe el maligno, y el pobre decía aquello de «queredme menos y votadme más». El gran Rodolfo Serrano escribió, cuando en los periódicos se escribía decentemente, lo siguiente: «Es lo más parecido, en laico, a los padres redentoristas que prometían en Cuaresma la salvación eterna, amenazando con el más cruel infierno».

El caso es que Julio Anguita ha pasado de ser la referencia moral de la España toda, un papel verdaderamente comprometido, a actor político de la actualidad más rabiosa. Y ahí es donde el caso del héroe de las señoras de los grititos adquiere una dimensión interesante. Las lágrimas de Pablo Iglesias convierten la aparición del exalcalde en una epifanía. En casi una experiencia religiosa. En ese momento en el que la idea, en mayúsculas, se hace carne y solo cabe dar las gracias por haber sido testigo del momento histórico.

Anguita ha alcanzado el estatus de figura, de arquetipo, en vida y ahora está viviendo un revival que como todos los regresos se fundamentan en la nostalgia. Como los grupos de la movida que se vuelven a juntar para dar unos bolos, nos sabemos las canciones y ahí radica parte de su éxito. Julio Anguita ha conseguido, en esta nueva dimensión colosal que se la ha otorgado, que pasemos por alto que su gestión de Izquierda Unida tocó un techo de veintitantos diputados y derivó precisamente en la irrelevancia. Por decisiones comprometidas cuando no inaplicables que derivaron en un guirigay interno épico. En un triste camino de pesadas losas, porque ser una referencia moral no conduce directamente a que la gente te haga ni puñetero caso cuando terminan de dar gritos y decir «oh, es él».

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