José Javier Amorós - PASAR EL RATO
Andalucía y los agravios
Desde el pequeño gran insultador Jordi Pujol son varios lo que han dedicado palabras infamantes a los andaluces
En las sociedades modernas, los tontos van a la publicidad como las mariposas van a la luz. Los tontos viven hacia fuera, pendientes del efecto que causan. El triunfo, hoy, es el resultado de la insistencia retórica en la memez. Si una « mulilla torda cascabelera » recibiera el tratamiento adecuado, durante el tiempo adecuado, en una cadena de televisión, podría acabar en la Universidad y en el Parlamento. Y mucha gente no notaría la diferencia. Este es un artículo de promoción de lelos, sin sobreprecio. Una obra de misericordia política .
En un libro publicado por primera vez en 1958, el pequeño gran insultador, Jordi Pujol , dedicó palabras infamantes a los andaluces. Los llamó anárquicos, destruidos, poco hechos, gente que «vive en un estado de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual», faltos de mentalidad. Ha tenido imitadores, porque la estupidez es más contagiosa que el pensamiento. La última, la consejera de Trabajo y Asuntos Sociales de la Generalitat, que hace pocos días acusó a Andalucía de enviar a sus niños a Cataluña a esnifar pegamento. Eso parece una ocurrencia que se tiene después de esnifar pegamento. Dejando aparte la exégesis de otros cerebros ofendedores - Durán Lleida, Artur Mas, Montserrat Carulla, Joan Puigcercós -, la nota castellana dominadora la puso el jueves pasado la presidenta de la comunidad de Madrid . En el éxtasis de un debate parlamentario autonómico, dijo la doña que la sanidad y la educación de los andaluces las pagan los madrileños. Parece una imbecilidad muy consistente, pero luego quiso aclararla. Explicar una estupidez la amplifica. Cuando un poderoso eructa en público, enseguida se justifica comentando que lo ha hecho para que se advierta la diferencia entre el sonido de la voz humana y el ruido de los intestinos. El poder es esencialmente didáctico.
Uno no ha nacido aquí, ni ha estudiado en un colegio de aquí, ni ha cogido ranas en una charca de aquí, ni se enamoró en su adolescencia de una vecinita de aquí con la nuca color de miel, que el tiempo iría poniendo de color humo de leña en otoño. Uno no reúne, pues, los requisitos que exige un nacionalismo de barretina y butifarra o de aurresku y chacolí. Pero uno ama Andalucía , la lleva en el corazón, con su nombre se le alegran las pajarillas del alma; y no le parece que esos sean títulos insuficientes para dolerse públicamente de que la agravien. Por eso escribe este artículo, para dolerse, no para defenderla. Andalucía está demasiado alta en la historia para necesitar que nadie la defienda. Si se cayera del escalafón de la cultura sobre la consejera catalana, por ejemplo, de esa señora quedaría en el suelo nada más que una mancha leve de falta de ortografía.
En su «Parerga», explicó el gran Schopenhauer que en los demás sólo podemos poner lo que da de sí nuestra inteligencia. Para un tonto es invisible el talento ajeno, y dialogar con él es ponerse a su nivel. «Nadie puede ver por encima de sí mismo». Y ahora, ¿qué hacemos? ¿Contestar? El mejor tratamiento contra la estupidez es el desdén . ¿Puede un puñado de tontos quitar el ser de un pueblo, mancharlo, siquiera? «En presencia de imbéciles y de insensatos -escuchemos al maestro del pesimismo existencial- no hay más que una manera de demostrar que se tiene razón: no hablar con ellos». Quede con Dios, señor; quede con Dios, señora. Nosotros no le deseamos ningún mal. Nos basta con que siga usted siendo como es. Eso nos parece suficiente castigo.