Apuntes al margen

El agotamiento

Las nuevas restricciones toparán, antes o después, con una moral de derrota que se puede tocar a poco que se salga a la calle

El consejero Aguirre conversa con Elías Bendodo, esta semana en el Palacio de San Telmo ABC

Rafael Ruiz

SI hace apenas un año, hubiésemos leído las palabras «toque de queda» tal y como aparecen ahora en los papeles a cada rato se nos hubiesen puesto, con razón, los pelos como escarpias. La última vez que esas palabras se conjugaron en público fue por el general golpista Milán del Bosch , comandante militar de Valencia , durante la tarde noche del 23 de febrero de 1981. El PP madrileño, que sirve como faro al resto de dirigentes territoriales populares, ha empezado a regular uno —a la hora a la que escribo, sin declaración previa del estado de alarma— que establece no solo una prohibición de estar en las calles a determinadas horas sino, además, la obligación de regresar al domicilio donde se encuentra uno empadronado.

Si la Junta de Andalucía decide copiar el modelo ( el consejero Aguirre ya lo ha advertido si las cosas siguen como están ), debería ir aclarando el concepto de «conviviente». Se entiende la medida como una forma de evitar las reuniones y fiestas de amigos, cosa lógica. Tal y como se está anunciando, sin embargo, afecta a parejas estables u ocasionales que mantengan sus respectivos domicilios. No sabe uno si la policía, en caso de coyunda, tendrá la potestad de preguntar al caballero cuáles son las intenciones hacia la dama en el caso de que sea dama. Si estamos hablando de un calentoncillo propio de una noche —lo que provocaría la multa correspondiente— o el establecimiento de una futura historia de amor que prospere en familia, hipoteca y coche grande. En cuyo caso, agente, ya estamos hablando de otra cosa.

El personal ha estado sujeto a regulaciones contradictorias que ahora se asoman al lecho mismo

Suena a cachondeo, probablemente, porque lo es. La ciudadanía lleva desde el 14 de marzo de 2020 inserta en una combinación de regulaciones, de luchas de poder y de omisiones superlativas que han acabado en un agotamiento social, en un cansancio infinito. De actividades supuestamente seguras que dejaban de serlo a las dos semanas. De ese mensaje paleto de que estamos mejor que otros hasta que dejamos de estarlo, como si enfermar fuese una opción ligada al partido que te gobierna, a la comunidad donde se vive, al aire que se respira. El discurso oficial de la responsabilidad social —cualquier día podríamos hablar de la ética de una neumonía o de un infarto— se ha combinado con una ardiente irresponsabilidad política. Las estrategias oficiales no han funcionado. No lo hizo el cierre del ocio nocturno y ciertas prohibiciones pintorescas. No lo hará, me temo, esto nuevo. No hay Xanadú posible, lugares libre de virus, islas de eficiencia sanitaria. La única solución posible se haya en la ciencia médica y, hasta que ésta no se encuentre disponible, lo que toca es resistir para llegar el mayor número de gente posible al momento en que la vacuna sea una realidad segura. Los únicos que han acertado hasta este momento son aquellos expertos en Epidemiología que predijeron que aquí va a coger el virus hasta el Tato .

El riesgo, me temo, se encuentra en el agotamiento social mismo. Los mensajes de « coaching » —todos juntos, más fuertes y toda la mandanga de la factoría Redondo — tiene cada vez menos impacto teniendo en cuenta que el ciudadano medio se enfrenta a una odisea cada vez que necesita que le prescriban una caja de Ibuprofeno . El abandono de los servicios públicos básicos de proximidad empieza a ser de tal magnitud que conseguir una cita médica se celebra como una final de la Champions . Llegará un momento, llegará, en que los bandazos constantes y la incapacidad para revelar lo obvio —que no tenemos ni puñetera idea de cómo afrontar estas cosas— haga que que el personal se harte y empiecen a pasar cosas. Graves. Más aún. Mucho.

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