VERSO SUELTO
Agonía del negocio que no arraiga
Para las tiendas fracasadas la esperanza es un globo verde que se deshincha con las cifras en rojo
![Una persona delante de un local cerrado en la calle Cruz Conde](https://s2.abcstatics.com/media/andalucia/2018/02/22/s/cruzconde-cordoba-noticia-k8F--1240x698@abc.jpg)
UNA calle, incluso la más lucida por los naranjos y la arquitectura, siempre flota en la tristeza cuando cierra un negocio. El local vacío, con el rótulo que ya no se ilumina y algún objeto olvidado que se queda como plantón seco que no encontrará la tierra en la que germinar, tiene algo de muñón, de rama mal cortada. Se llora mucho por las tiendas y restaurantes tradicionales, aquellos a los que las generaciones más jóvenes se asomaron de la mano de las anteriores, que a su vez hacían lo que hicieron con ellos; nadie, en cambio, se lamenta por la tienda que no arraiga, por la aventura que emprendió alguien y que no encontró bastantes clientes.
Sólo hay un momento que supere en amargura al del local despojado de todo lo que ofreció, y es el de la lenta agonía, los días en que la tienda está abierta y con sus productos bien colocados y muy pocos se acercan hasta ellos. «Allí nunca hay nadie», me dijo el otro día mi hija al pasar delante de un negocio nuevo en que sólo estaba el dueño, y yo, al ver las luces brillar para nadie, hasta tenía la tentación de entrar y consumir para ayudar un poco, aunque no fuera su público objetivo. ¿Qué pensarán quienes regentan una tienda nueva al ver consumirse las tardes y notar que no se acerca demasiada gente? Quizá para ellos la esperanza sea como un globo verde, que brilla en los ilusionados preparativos y a la hora de la inauguración pero que día a día, mientras el libro de cuentas se llena de cifras en rojo, se va deshinchando, primero sin que se note, hasta quedarse como un gurruño deforme y penoso, hasta el día en que los números no dejan otra alternativa que deshacerse de lo que haya quedado y poner fecha de cierre para al menos dejar de perder dinero con el alquiler. Los que liquidan el material de sus tiendas al poco de haber empezado lo hacen con la mirada perdida, el futuro en barbecho y el reproche sin palabras para los que, sin tener toda la culpa, sólo se acercan atraídos por los carteles de unas rebajas inusuales, como buitres al hambre de una carroña muy barata de comer.
Ese paisaje de árboles cortados cuando podían haber dado frutos, de gatitos ahogados en el arroyo porque el dueño de la casa de campo no podía hacerse cargo de tanto cachorro, llena toda Córdoba, aunque se camufle con el júbilo soleado de las terrazas. Están en la calle Cruz Conde a la que se le quiere cambiar el nombre cuando lo que pide es menos impuestos que hagan que las empresas se sostengan con más facilidad, en los barrios que parecen de clase media pero donde hay que mirar por el dinero, en los centros comerciales cuyo ritmo sólo aguanta el fuerte fondo de las multinacionales y de las grandes franquicias.
No habrá sindicatos cortando la calle con el estrépito de las banderas con que quieren sacar tajada y nadie dirá una palabra por los establecimientos que se cierran dejando el suelo sucio de ilusiones vanas y desde luego alguna factura o deuda que no rescatarán el estado del bienestar ni los solemnes agentes sociales. Al rato, cuando el dueño del local vuelva a tenerlo lleno mientras se queja de que ya no puede poner los alquileres de antes, el relumbrón de la publicidad y los logotipos tapará las cicatrices con parecidas esperanzas que quizá tampoco resistan el aire viciado de la realidad, la diferencia entre la valentía y el mundo, el baño de agua helada del fracaso sin poética.