Rafael Aguilar - EL NORTE DEL SUR
143 kilómetros
Había algo más doloroso que ir a la Expo: aproximarse desde Córdoba entre rondas y puentes nuevos
ÍBAMOS con la nariz tapada, sin querer contar mucho a la vuelta dónde habíamos estado, como quien acepta de mal grado el cumplimiento de un trámite obligado por la importancia de la convocatoria y por la cercanía de la ciudad en donde se estaba produciendo . Tuvo que ser Sevilla, vaya por Dios, como si a los vecinos capitalinos no les bastase ya con que el Telesur les sacara solo a ellos, o casi, o con que las desconexiones territoriales para Andalucía siempre dijeran, siendo mentira como era y sigue siendo como todo el mundo sabe, que donde más calor hacía de los Pirineos al Estrecho era en la avenida de la Palmera. Hombre, por favor: el señor del tiempo, que no ha puesto un pie en su vida en Fuente Palmera, por ejemplo, una última semana de julio.
Han pasado veinticinco años de la apertura oficial de la Exposición Universal de 1992 y la herida de la rivalidad chovinista con quienes tuvieron la suerte de acogerla sigue ahí por mucho que el evento fuera determinante para la eliminación de la barrera urbana de las vías del tren y para la mejora de las comunicaciones terrestres de Córdoba. Que estos oídos escucharon a dos paisanos asombrarse a las puertas de la estación provisional de la avenida de América de que habían tardado menos en llegar desde Santa Justa —«que es como un aeropuerto», añadía uno de ellos— de lo que echaban con Aucorsa en plantarse en El Brillante desde el Campo de la Verdad.
En realidad, el acontecimiento histórico que la ciudad hispalense organizó sin tacha de relieve no hizo sino engrandecer ese sentimiento de agravio que no se va a curar ni con la construcción de una estación de trenes de alta velocidad en cada aldea de la provincia. Hace dos décadas y media era malo no ir a La Cartuja —«¿cómo te lo vas a perder estando a tiro de piedra, aunque lo hayan montado los sevillanos?»— pero casi peor, una falta de alta traición, visitar ese sitio futurista que conmemoraba el quinto centenario del Descubrimiento de América. Había algo más doloroso —valga la exageración— que entrar en la Expo, y era aproximarse a ella: el vecino acomplejado de una ciudad que aún hoy tiene una ronda de circunvalación precaria, que carece de un aeropuerto con líneas comerciales, en la que el cercanías sigue sin arrancar y que ha visto cómo el río —¡el mismo que baña Triana pero además el de verdad!— empezó a dejar de ser un cauce poco menos que olvidado con los pies bien metidos en el siglo XXI, ese vecino era el mismo que tenía que frotarse los ojos de pura envidia desde que los niños señalaban desde el coche los aviones que aterrizaban en el aeropuerto de San Pablo y que luego, por si fuera poco, tenía que conducir medio asustado por el anillo de las carreteras periurbanas y que para colmo de males divisaba no uno sino varios puentes de vanguardia cruzando el Guadalquivir, el mismo río, sí otra vez, que en la pequeña villa desde la que él y su prole acudían al acontecimiento universal había aún que sortear por pocos más sitios que por una pasarela de piedra que construyeron los romanos cuando Córdoba, ay, tenía un nombre y unos apellidos en el mapa del Imperio. Y hasta ahí podíamos llegar.