Aristóteles Moreno - Perdonen las molestias

131 puñaladas

El asesino de Ana María Márquez no ha tenido inconveniente en declarar que actuó en defensa propia y que no recuerda nada del crimen

PUEDE un individuo asestar 131 puñaladas en un cuerpo indefenso y no recordar nada? ¿Es capaz un cerebro de borrar de sus circuitos neuronales un lapso de tiempo tan macabramente productivo? ¿Existe superficie epidérmica suficiente en un organismo para acoger este número estremecedor de cuchilladas? A Francisco Martínez, empresario de hostelería y asesino confeso, no le ha temblado la voz para sostener en el juicio oral que no recuerda ni una de las 131 puñaladas que propinó a Ana María Márquez en un apartamento de Torrox.

En un acto brutal como el que protagonizó este hombre hace ahora un año, uno puede olvidar diez, quince, treinta navajazos del casi centenar y medio que endosó a la que hasta ese momento había sido su pareja. Pero resulta de todo punto inexplicable que en su corteza prefrontal no quede alojado el reflejo de ni una sola cuchillada, aunque fuera solo por los aullidos de dolor y desconcierto del ser moribundo que suplicaba compasión de su homicida.

Los informes periciales afirman que el criminal golpeó a la mujer con una botella en la cabeza y que, en su aturdimiento, la arrastró hasta el cuarto de baño donde ejecutó fríamente la matanza. Hay liturgias rurales en las que se trata con más respeto a los animales sacrificados. Pero hablamos de un hombre y de una patología, el machismo, con una capacidad mortífera sobradamente contrastada.

La bestia (sí, la bestia) no ha tenido inconveniente en declarar ante el juez que actuó en defensa propia. Que fue la mujer que lo acogía hospitalariamente en su casa quien blandió un cuchillo para atacarlo. Y que, luego, toda la carnicería inhumana que desató como un animal salvaje desapareció de su memoria al modo en que la niebla se traga los árboles del bosque en otoño. Nadie asesta 50 puñaladas en el cuello en defensa propia. Absolutamente nadie.

El crimen miserable de Francisco Martínez es una gota más en el océano de la violencia machista. La epidemia mina la columna vertebral de nuestro organismo como especie hasta límites catastróficos. Esta semana, dos nuevos cadáveres se sumaron en la localidad de Baena a la negra lista interminable. Uno, el del asesino. Otro, el de la víctima. Los dos cuerpos yacían en un dormitorio del cortijo donde trabajaban como caseros en una imagen que es ya una liturgia del asesinato de género.

Antonia Bujalance, de 28 años de edad, había decidido poner fin a una larga relación afectiva. La tarde del sábado fue a recoger sus pertenencias a la casa común y ya nunca más la abandonó. Su asesino, cuyo nombre no ha trascendido públicamente, la recibió con una escopeta en la mano y allí mismo dictaminó que la biografía de su ex pareja iba a escribir su última página. Acto seguido, se quitó la vida. La secuencia criminal de los hechos, en estos casos, se sucede justo a la inversa de lo aconsejable: primero el asesinato, luego el suicidio.

Desde 2003 se han producido más de 800 asesinatos de mujeres a manos de sus parejas. En ese periodo, medio centenar de niños han sido víctimas del delirio paterno. Ambas cifras, juntas o por separado, podrían engrosar las estadísticas de una catástrofe natural o de un desastre humanitario cualquiera. El dato, en sí mismo, es el paisaje después de una guerra. La desolación tras el huracán. La vileza de 131 cuchilladas clavadas cobardemente en el cuerpo de una mujer.

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