Semana Santa
Domingo de Resurreción de Córdoba | Confianzas renovadas
Paradójicamente, la verdadera esencia de las cofradías sale fortalecida de esta extraña Semana Santa
La Semana Santa de 2021 ya ha empezado a escribirse en la gloria de esa Resurrección anticipada entre los poderosos contrafuertes de Santa Marina. La Pasión ha quedado atrás y la puerta del sepulcro ya está abierta. La primavera plena que se abre a la ciudad suplirá este año la grandeza de la Pascua izada a un inmenso canasto dorado. ¿A quién buscáis? La pregunta recobra una estremecedora actualidad mientras queremos hallar a Dios en medio de este interminable confinamiento que nos cambiará tanto, que nos sigue interrogando. Los primeros cultos de la Cuaresma fueron el único capítulo vivido; después llegó el primer toque de queda y muy pronto, la certeza de que tendríamos que esperar un año entero. Pasó marzo y llegó abril.
También ha pasado ya la Semana Santa y con ella, una extraña melancolía que ha servido para revelarnos otros registros que creíamos olvidados y, sobre todo, para hacer un ejercicio de memoria, afecto y unión con los nuestros, reflejados en el rostro de esas imágenes que se han hecho presentes, más que nunca, sin estar subidas a sus pasos.
Han pasado más de siete días —con sus vísperas— en los que hemos puesto a punto la moviola, materializando esas estaciones que ya no tienen tiempo ni lugar; aquellos días «azules» en los que la ciudad era un mundo hermoso por explorar en pos de las cofradías. Ese viaje entre los recuerdos ha descendido a los sótanos más remotos, revelando fotografías en blanco y negro que retratan aquel tiempo antiguo en el que aprendimos a amar la Semana Santa desde la fascinación infantil a la interiorización adulta.
Nadie tiene que contarnos el fundamental anclaje religioso de la fiesta y mucho menos desde el paternalista desapego de los que miran por encima del hombro a la mal llamada «religiosidad popular». Sin ese sustrato, sin la conmemoración de los sagrados misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo nada tendría sentido. Y este extraño exilio de lo nuestro ha servido para profundizar en ellos y fortalecer nuestra fe. Pero esta celebración va mucho más allá, y nos une a los nuestros. No hay que tener miedo a reconocerlo. No dejamos de ser eslabones de una cadena de afectos e identidades que se abriga con las túnicas de nazareno…
La túnica , sí; esa prenda que algunos emplean para retratarse en las redes sociales y otros, sin tener ni remota idea de lo que hacen, profanan para hacer el payaso en un balcón o pasear a su perro por la calle. Podría haber Semana Santa sin imágenes pero nunca sin nazarenos. La túnica —prenda sagrada— encierra un significado más hondo para los hermanos que saben que, año a año, están vistiéndose con su propia mortaja . La cofradía en la calle no deja de ser una hermosa paradoja de la propia vida, iniciada en la algarabía de los tramos infantiles que siguen a la cruz de guía y concluida en esas parejas de nazarenos ejemplares y manos añosas que anteceden el abrazo ancho del Crucificado . Son ellos, que conocen de memoria su puesto con la naturalidad de lo que es propio, el mejor espejo en el que mirarse. Ya lo escribió el poeta sevillano Rafael Montesinos desde su propio exilio personal: «Silencioso es el rito, no aprendido/ sino heredado, yéndole en la sangre…»
Ése es uno de los secretos más hermosos de una Semana Santa que, en realidad, no ha necesitado pasos en la calle para volver a ser interiorizada mientras se ampliaban los plazos de una cuarentena que volverá a ser recrecida. Las imágenes han permanecido en sus camarines pero no han dejado de recibir nuestros rezos. Ahora esperan la recuperación de una normalidad condicionada para recibir nuestra visita… Sí, esta Semana Santa sin cofradías ha servido para abrir la puerta sentimental de las hermandades, potenciar su grandeza, ampliar su abrazo y darle sentido a su instituto. No han hecho falta nazarenos en las calles para sentir el abrazo de tantos hermanos; nunca una estación —que no llegó a consumarse— encerró tantos significados.
Pero no hemos olvidado ese viaje de la memoria que iniciamos hace una larga semana. El recuerdo fija al antiguo Resucitado —hay una Semana Santa inmutable siempre clavada en el alma— precedido de la trompetería de los angelotes de su antiguo paso. La cofradía, humilde, distaba mucho de la actual. La Virgen de la Alegría de Cerrillo aún lucía intacta la primitiva dulzura que le imprimió Martínez Cerrillo y la tropilla infantil, cansada de contemplar tanta belleza, sentía un extraño vacío al concluir aquella semana en la que habían sido tan felices. En las calles del Centro —a punto de retirar la brevísima tramoya de la antigua carrera oficial — restallaban los neumáticos contra la cera negruzca. A la vuelta de la esquina estaba el inicio del último trimestre escolar y la recuperación de una cotidianidad que sólo sería plena cuando las túnica y capirotes volvieran a ese altillo del que tardarían un año entero en salir.
Sí, ha pasado una Semana Santa que no ha logrado derrotar confianzas. Pero las cofradías salen victoriosas y reforzadas de este inesperado trance. Muchos de sus hermanos han sabido renovar votos y afectos desde las celdas de sus casas. «Quédate en casa» era, precisamente, el lema repetido. No ha habido mayor penitencia que no vestir la túnica. Pero la historia se cuenta por siglos y las cofradías tienen que revelarse ahora como brazos activos y operantes en las tribulaciones que se avecinan. Para ello fueron fundadas. Lo demás vendrá por añadidura.