Semana Santa Córdoba
Jueves Santo de Córdoba | Cita inaplazable con el clasicismo
En la jornada del Amor Fraterno la ciudad se refleja en sus mejores espejos
EL Jueves Santo ha logrado instalarse en la intemporalidad y es una puerta verdaderamente abierta al clasicismo y lo inmutable; a la esencia de una Semana Santa que empieza a encarar su camino de vuelta. Sus cofradías —incluida las más nueva— sólo se parecen a sí mismas y nos adentran en una fiesta auténtica que ya contempla su irremisible final. Pero el viaje de la memoria —siempre la memoria— es otro e idealiza el recuerdo de aquellos días indecisos en los que aprendimos a amar la Semana Santa.
Y así descubrimos entre las brumas de lo irrecuperable a los canónigos de bonete calado accediendo a la Catedral en una tarde de nubarrones oscuros; al Caído bajando desde su monte Carmelo precedido de frailes de sayales marrones sin importarle la lluvia amenazante. Los ojos del niño que fue rememoran los tramos de nazarenos empapados, refugiados con los pasos de ruedas bajo el inmenso esqueleto del actual Ayuntamiento en una Semana Santa de comienzos de los 80…
Es esa Semana Santa más clásica, el canon permanente, que encuentra uno de sus capítulos fundamentales en el descenso del Señor de los toreros por la Cuesta de San Cayetano hasta la puerta del Colodro. En ese momento ya no hay retorno. Hay claves inamovibles, que persisten a pesar del asfalto, las remodelaciones urbanas y hasta los bloques del desarrollismo de ayer y de hoy. La escena, de alguna manera, nos lleva la fiesta de tiempos pasados; aquella Semana Santa casi agreste que encontró su génesis y su casa en los primitivos monasterios masculinos.
Pronto, muy pronto, el Cristo de Gracia —esa guajira crucificada— iba a navegar en la anchura de María Auxiliadora para alcanzar el Centro, envuelto en el bamboleo de las esparragueras y en el hormigueo de sus nazarenos frailunos. La cofradía del Alpargate supo encontrar en el carisma trinitario su mejor código genético y estético. Ya llegan los ciriales neogóticos y la Semana Santa de Córdoba se empieza a mirar en su mejor espejo. Pero el recuerdo vuela hasta un balcón perdido. La antigua plaza del Salvado r ya se ha llenado hasta los topes para esperar la salida de las Angustias izada en su trono de estípites con la noche cerrada. José Murillo Rojas la sigue, vara en ristre, vestido con un bizarro chaqué y amparando a marquesas de media teja mientras desfilan —una a una— las siete palabras de Cristo, el cirio simbólico, las disciplinas, las Reglas venerables...
La cofradía del Nazareno —mimetizada con naturalidad en la jornada— ya ha abandonado su barrio entronizado sobre la plata antigua que le ofrendaron los títulos de Castilla. Después de su moderna restauración lo hacía el Martes Santo. De allí pasó a aquella efímera, ingenua y hasta imposible Madrugada que evocaba su mejor historia, la de aquellos nobles que acabaron dejando solo al señor de la Carchenilla en pleno siglo XX. El llamado Señor de los Señores sigue encerrando varias claves de los usos y los modos de la antigua Semana Santa de Córdoba. La sangre azul se esfumó pero todo quedó allí: la cofradía conserva parte del rico ajuar y las insignias que nos enseñan la mejor historia de la Semana Santa.
Pero el viaje continúa sintiendo un revuelo conocido que también pertenece a la identidad de la jornada: es el que precede la llegada del Tercio —pecheras, chapiris y mosquetones— al compás del antiguo convento de San Pedro el Real , la casa grande de los hijos de San Francisco en la que encontró savia nueva el impresionante crucificado renacentista de la Caridad . La primitiva hermandad que le dio culto también se pavoneó de blasones y ejecutorias de nobleza. Pero todo eso quedó atrás. Y el Jueves Santo cordobés de hoy —el de siempre— no se puede entender sin los elegantes hábitos de una cofradía que envolvió de historia, caoba y plata al Cristo. Hay que buscarlo en el Potro, su casa secular, mientras el Jueves Santo se derrama como el agua de la fuente desde la que se contempla el campo.
El guión de la jornada —hasta su propia geografía— hoy es otro aunque esas esencias permanezcan. La hermandad de la Cena ha sabido trasladar los antiguos fervores sacramentales de las viejas collaciones de San Juan y Omnium Sanctorum a una cofradía nueva, novísima, que ha encontrado su mejor se r y estar, su pujante presente y su prometedor futuro en uno de los barrios emergentes del cinturón de la ciudad. Sale a un universo urbano que nada tiene que ver con la belleza de la ciudad interior. Pero tampoco importa. El Señor de la Fe y la Virgen de la Esperanza del Valle —que estrena paso de palio— se deben a los suyos. Les han bastado unos pocos lustros para convertirse en otro capítulo de esta clásica jornada de la Semana Santa. El peso de los siglos y el legado de la historia reverdecen en sus nazarenos de airosas capas blancas.
Aún queda el estreno de la Madrugada. Son las doce y con la última campanada se abren de par en par las puertas de San Hipólito dando paso al severo, silente, ingrávido cortejo de nazarenos de ruán y esparto. El Señor de la Buena Muerte ya está en calle. Merece la pena aparcarlo todo y seguir su estela para reconciliarse con esa Semana Santa interior que a veces damos por perdida. Los pasos se pueden acompañar con el sosiego perdido de otro tiempo, envueltos en un silencio que se percibe como un bálsamo y nos libera del ruido. Cuando la Reina de los Mártires quede de nuevo velada en la penumbra quedará muy poco para que la ciudad amanezca al Viernes Santo .
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