Semana Santa Córdoba 2020
Viernes Santo de Córdoba | Nada se ha consumado
La dulce melancolía de la última jornada de la semana pasional sólo encuentra tregua en el recuerdo
La alberca de cal y sombras de la plaza de Capuchinos es la casa de la Señora de Córdoba. Allí empieza y termina todo: desde ese ansiado Viernes de Dolores que debía haber anticipado los días grandes, a esta tarde languideciente de nostalgia enjugada por escapularios servitas y traspasada de puñales. Ginés Liébana fue capaz de pintar esa atmósfera antigua y crepuscular en su cartel inolvidable. El creador soñó ángeles sobre una Córdoba celeste , la misma que los artistas de Cántico convirtieron en un territorio de belleza. Pero para encontrar el alma escondida de la Semana Santa eterna hay que rezar en soledad —alumbrado por sus faroles de forja— a las plantas del crucificado de los Desagravios y Misericordias mientras la fiesta se muere en pos de los dragones regionalistas del manto de la Señora de San Jacinto.
Esta Semana Santa idealizada en los estantes del recuerdo ya había empezado a morirse en la puerta de San Lorenzo la mañana jubilosa de las palmas y los ramos. Es agua que se escapa entre las manos mientras atiza el vértigo de lo irrecuperable. Pero es en la tarde dulce del Viernes Santo —fatigados de calle y emoción— cuando tomamos la certeza de que todo se acaba detrás del palio de la Virgen del Desconsuelo . La fiesta se escapa a la vez que corre el agua bajo los arcos del Puente Romano con ese rumor conocido que nos invita a soñar con otras Semanas Santas; también con otros lugares. ¿Por qué no? En ese mismo río; a la misma hora; en otro puente y desde otra orilla tenía que avanzar un crucificado Expirante que termina de hacer santas esas aguas turbias.
Es una estampa conocida que pertenece a la memoria más cierta de la fiesta, retratada en el cartel fotográfico de la Semana Santa de 1982: el Cristo descendido de Ruiz Olmos , tras la empalizada de sus antiguos candelabros, se recorta sobre las piedras de la Calahorra para encontrar el camino de la ciudad. Han cambiado los detalles pero permanece lo inmutable. Restallan los vencejos y aprieta el viento que remonta la corriente. La Semana Santa, de alguna manera, es un viaje a esos momentos fijados en el alma que forman nuestro programa interior. Es el mismo que vamos buscando cada año sabiendo que este viaje ya no tiene billete de vuelta. La memoria vuela y se cuela en San Pablo .
El primitivo cenobio dominico —hoy casa propia de los padres claretianos— está íntimamente ligado a la historia moderna de la Semana Santa. Y es que Córdoba se parece a sí misma cuando los tramos de penitentes de la Expiración abandonan el compás por la rampa que da la antigua plaza del Salvador. Tampoco hay que olvidar la larga estancia de las Angustias y aquella leyenda del borrico que paró en San Pablo con su preciada carga. La génesis de la Semana Santa debe mucho a esas casas de frailes que rindieron su esplendor al brazo desamortizador…
Pero hay que volver a ese compás de San Pablo, a la rampa de los juegos infantiles; al triunfo del Corazón de María y una casa convertida en atalaya de la salida de la cofradía de cipreses negros. La cruz de guía está a punto de llegar a las Tendillas y el crucificado ya remonta la calle Nueva mirando al cielo. Detrás se ve el campo, iluminado por la luz de Poniente. El recuerdo también sitúa a la Virgen de los Dolores por Alfaros y Capitulares desde un balcón que ya es puro escombro en la memoria, rodeado de la ancha tropa infantil, oliendo el incienso que se colaba de la calle. Desde esa misma cofa se podía contemplar el viejo paso del Sepulcro subiendo por Feria o al exiguo cortejo de la Soledad —apenas cuarenta nazarenos— acompañando el trono incompleto que aún salía de San Pedro después del incendio y posterior derrumbe de Santiago. La cofradía franciscana tiene previsto abandonar esa casa —las despedida nunca son fáciles— buscando un renovado pulso humano al calor de la parroquia de Guadalupe .
Todo debería estar consumado. Aunque una cosa es lo que se vive y se contempla; o lo que se debería contemplar, incluyendo el estreno de esa nueva corporación —la hermandad de la Conversión de Electromecánicas— que llegaba desde los predios de Poniente poniendo en el centro de la ciudad la Córdoba más real. Pero otra historia distinta es la que se recuerda en esta Semana Santa íntima y confinada: tendría que derramarse cera sobre la que ya no caería más cera. Es ese viaje de la memoria que iniciamos en la mañana insólita de un Domingo de Ramos sin palmas ni niños. Cerrando los ojos podemos sentir ese hondo bramido que ruge en el corazón de la ciudad cuando la Señora de Córdoba pisa las calles. La Soledad ya está fuera de su barrio y la cofradía del n —exquisita y refinada teoría de detalles— baja la calle San Fernando camino de la Catedral. Hay un sabor melancólico, a la Semana Santa que nos contaron los viejos, cuando el manto negro de la dolorosa de San Jacinto escala las calles del centro buscando la plaza de Capuchinos.
Aún hay una cofradía por salir que proclamará la Gloria de la Resurrección pero, con el Viernes Santo, llega el final sentimental de seis días intensos que tenían que haber pulverizado la cotidianidad. Cuando e l palio del Desconsuelo remonta la calle Torrijos y su cortejo accede a la Catedral para adorar la antigua Cruz Guiona se rompe el pomo de las esencias. Es una semana más, también una menos, en esas vidas que se los cofrades saben contar en el número de su tramo. Ha pasado todo, pero todo empezará de nuevo en Santa Marina, con o sin cofradías en la calle. Se acabó la Semana Santa .
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