Semana Santa Córdoba 2020
Miércoles Santo de Córdoba | Hoy no podré estar Contigo crucificado
El incierto viaje del recuerdo se desboca el día que el cofrade tendría que haberse vestido de nazareno
S levantaba temprano aquel día. Le podía la impaciencia. Había que sacar brillo a los zapatos, manosear la papeleta de sitio, contemplar —una vez más— la túnica colgada en el cuarto grande y el brillo antiguo de los viejos escudos... Había llegado un nuevo Miércoles Santo , presentido en una huerta y un jardín que estallaban de vida y flores. Aquellas Semanas Santas estaban amparadas por una luz machadianamente distinta. «Estos días azules y este sol de la infancia…» escribió el poeta en las soledades de Colliure. Son los que evoca ahora un nazareno antiguo que ya marca el rumbo inverso de su vida en los tramos altos de la cofradía.
Ese día transcurría despacio para el niño que fue, pendiente de la vuelta del padre —nazareno de número bajo— para dar cuenta de la clásica tortilla de patatas que serviría para coger fuerzas antes de echarse a la calle en la tarde tibia. Por fin llegaba el momento ansiado. Las túnicas recubrían entre risas y nervios aquellos breves cuerpos, colocadas con mimo por manos que se marcharon. Vestidos y retratados, había llegado lo que tanto se esperaba… Han pasado cuatro décadas exactas de aquella primera estación que quedó incompleta. El lance rebrota ahora entre las brumas de la memoria: el aprendiz de nazareno alcanzó San Pedro la mano de su padre, vestido con una leve esclavina, comido de nervios y sin saber muy bien dónde se metía.
Aquel niño recuerda ahora —en la tarde de su vida— la iglesia iluminada y los preparativos de la salida en medio de la algarabía y cierto caos que entonces se estilaba. Después llegaron cuarenta estaciones más, el estreno del primer capirote ; el primer cirio que tanto pesaba; nuevas responsabilidades y, siempre, esas manos cálidas que tanto nos quisieron y ahora sonríen en marcos de plata. La Semana Santa no deja de ser una fiesta de nostalgias y, seguramente, la última puerta abierta a la niñez remota. La memoria es caprichosa y enhebra fotos fijas sin orden ni concierto, aquella algarabía de nazarenos jóvenes posando para la cámara en una tarde arrasada de sol y perfumada de azahar. La tropa blanca salía de la huerta familiar con los nervios de ese día que se esperaba todo el año. Es la misma alegría que ahora rebota en los ojos de nuestros hijos, convertidos en heraldos de un hermoso legado.
Cuatro décadas después la ilusión se ha mantenido intacta y el temblor ha sido el mismo al contemplar, en las vísperas de cada Semana Santa, la ropa que un día nos cubrirá para la estación definitiva. Pero este año no podrá ser un Miércoles Santo como los demás. Las túnicas han quedado varadas en tierra de nadie. Cuando se confirmaron todas las certezas —al toque de queda aún le queda demasiado— los capirotes tuvieron que ser devueltos con cara de circunstancias al altillo del armario. Las papeletas de sitio también se quedaron sin recoger pero dolieron especialmente dos que escondían ilusiones nuevas. Todo se ha consumado sin ni siquiera comenzar .
La situación dibujó otras prioridades mientras los días comenzaron a pasar, uno tras otro, sin salir del piso, muy lejos de la capilla que no verá elevarse este año las insignias venerables. Mientras tanto, las ventanas y la escapada a la azotea fueron dibujando los trampantojos cárdenos de marzo, arrastrados por los ventarrones inciertos del atardecer. Los actos, citas y fechas de siempre acabaron por dar paso a una dulce Cuaresma interior que abrió la puerta de los recuerdos: aquel monaguillo menudito y repeinado, caminando con prisas de la mano de un nazareno de alto capirote blanco, mano al pecho y escudo de oro que acababa de enseñarle una hermosa senda…
Y llegó abril… Si algo ha servido esta extraña Cuaresma truncada ha sido para devolvernos el sano afecto a nuestras imágenes y renovar la devoción por Todo lo que representan. Una de las más íntimas promesas de este confinamiento necesario pasa por darles gracias, postrados a sus plantas, cuando pase todo y sepamos que esta plaga —si Dios quiere— ha pasado de largo de los nuestros. Pero esta Semana Santa que ya no podrá ser como las demás esconde otros secretos. La Semana Santa habita en el corazón de los más niños. No la hay más pura, más chiquita y más auténtica que la que representa el único paso que contemplaré este año, dibujado por la mano de mi hija.
Porque el Miércoles Santo se vive ahora pendiente de esas vidas menudas que ansían vestir las mismas tela s que simbolizan tantas confianzas; tantos rezos sordos que las hicieron santas. Hoy lo son más que nunca, reconvertidas en sábanas del SAS y en mascarillas sanitarias. Es la túnica que un día nos igualará a todos y que, de alguna manera, se erige en la auténtica piedra angular de la Semana Santa. Es Miércoles Santo y aquel niño que fue no podrá vestirse de nazareno. El espejo le devolverá sus propias dudas pero también le mostrará un mundo maravilloso en el que —hace tanto— todo estaba por hacer. Volvemos a sentir las manos que un día nos vistieron; el aliento del último beso y el tufillo de la tortilla de aquella merienda tardía antes de marchar al templo por el camino más corto. Aquel niño nazareno no podrá vestirse de sí mismo pero vuelve a oler a plancha y a huerta. Restalla el Sol y recobran vida las caras que se fueron. Tan lejos, tan cerca… Hoy no podré estar Contigo crucificado…
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