LA CUARESMA EN ABC
El patero del sábado: Un balcón, por Álvaro Rodríguez del Moral
Asomaban los primeros capirotes y sonaban los metales de unas bandas lastimeras
Había una Semana Santa presentida en el repiqueteo de la rampa que entretenía las sobremesas dominicales. Abajo pululaba la tropa de niños -rampa arriba, rampa abajo- vigilada por el pétreo Corazón de María . En lo alto de aquel breve compás, detrás de los cierres de madera, humeaba el café caliente de los mayores, reflejados absurdamente en torno a un azucarero de latón. El salón principal de aquel inmenso piso ya se abría de tarde en tarde. Oscuro y de atmósfera un punto ajada, tenía una antigua vitrina en la que se alineaban libros viejos que nadie leía. Algún trofeo de la guerra, fotos enmarcadas en ampulosos marcos dorados, retratos de niños repeinados vestidos de comunión, la mesa de comedor, un espejo de azogues, dos candelabros de brazos, la puerta de cristales que daba a la salita… Creo que en aquel tiempo ya sólo se usaba dos veces. La primera de ellas despedía olor a mazapán de La Logroñesa . La abuela lo administraba con grave solemnidad a los nietos más golosos.
Era la segunda vez que veíamos franqueada aquella puerta en todo el año. Pero antes, al llegar la primavera, su balcón se abría de par en par para dejar entrar el aire nuevo de un tiempo de ilusiones. Los barrotes se guarnecían con un tablero -retorcido por las inclemencias meteorológicas- que salvaguardaba la decencia de las señoras. No era cuestión de enseñar demasiado las piernas.
Había sitio para todos: los mayores, en dos filas, y los más chicos sentados a sus pies con la cara encajada entre unos barrotes de forja que ahora recobran vida. La mesa se llenaba de huevo hilado, fiambre, mediasnoches y refrescos. El olor de la merienda se mezclaba con el humo del incienso que llegaba de la calle o el compás conventual. Abajo, un arropiero pregonaba las excelencias de su canasto y las primas -ya mayorcitas- se reían entre dientes cuando alguien bajaba a comprarle chochos.
Asomaban los primeros capirotes y sonaban los metales de unas bandas lastimeras. La señora de la casa permanecía, día a día, ajena a aquel goteo de cofradías mirando por encima del balcón que reunió tantas vidas y afectos. Sólo interrumpía su labor y la atención a aquella tropa menuda cuando pasaba -precedida de mil nazarenos negros- la misma dolorosa sin palio que siempre llevó colgada al cuello.