Tribuna libre
La muerte en la cruz para los romanos
No sólo implicaba crueldad extrema, sino que adméas despojaba de cualquier resto de honra al ajusticiado
Hoy es un Viernes Santo distinto, quizá único en nuestra vida. El confinamiento nos incita a los creyentes a vivirlo de forma más reflexiva que de costumbre y, en este tiempo para pensar, me he decidido a escribir para explicar por qué la muerte de Jesús fue además de infamante y degradante, una afrenta sin precedentes. Y lo afirmo desde la perspectiva de lo que soy: una jurista enamorada del Derecho Romano , inspirada por mis ratos de lectura y sustraída aquí por completo de mi fe.
De todos es conocida la crueldad de los suplicios romanos ; tan cívicos para unas cosas, tan bárbaros para otras… De entre todas las ejecuciones, la crucifixión era la peor, pues no solo implicaba crueldad extrema, sino que además despojaba de cualquier resto de honra al ajusticiado. Si algo tenían a gala los romanos era su ciudadanía y ésta la defendían hasta su último aliento de vida. Ninguna muerte o ejecución podía privarlos de ello, salvo la cruz. Ser crucificado les privaba de toda honorabilidad , pues era castigo reservado para esclavos. De hecho, cuando de forma excepcional era crucificado un hombre libre, los romanos quedaban afligidos, sumidos en una profunda consternación.
La crucifixión tenía lugar habitualmente en una zona de paso, fuera del recinto amurallado de la ciudad. Allí era erigido un palo vertical llamado «stipes» , que requería de un segundo madero para completar la cruz, el llamado «patibulum». Éste era cargado a la espalda por el propio condenado llevándolo al mismo lugar del suplicio y en el mismo momento en el que éste iba a tener lugar. Normalmente el palo central era de altura similar al condenado, de manera que sus pies quedaban sólo unos centímetros por encima de la tierra (« cruces humiles »). Sin embargo en el caso de Jesús, el palo fue mucho más alto, para que la cruz se hiciera más visible y poder así mostrar al condenado agonizando desde muy lejos; era la « cruz sublimis» .
El «patibulum» se ataba a la espalda del condenado con fuertes cuerdas alrededor de los brazos extendidos para evitar, aun cuando improbables, los intentos de fuga . Al cuello se le solía colgar una tablilla blanqueada en cal conocida con el nombre de titulus. En ella se indicaba el delito por el que había sido condenado el reo, pero en el caso de Jesús, como es sabido, el título rezaba burlescamente «Rey de los Judíos» . De esta manera, con la carne hecha jirones por la previa flagelación, Jesús realizó el ignominioso paseo hasta el lugar de la ejecución . Si era habitual que los condenados fuesen acompañados al patíbulo por los parientes más allegados, a Jesús le acompañó una auténtica multitud que escupía sin escrúpulos una mezcla funesta de llantos, burlas e insultos hasta llegar al Gólgota, que como explican los evangelistas , significa el lugar de la calavera.
En un pasaje de Tertuliano podemos leer que Jesús fue el único condenado a ser crucificado tan «insigniter» , aludiendo quizá, en opinión del célebre historiador Theodor Mommsen, al hecho de que fue muy excepcional el uso de clavos en la consumación de esta pena o, como sugiere la opinión más extendida, quizá la excepcionalidad radicaba en la utilización de la «cruz sublime» especialmente alta y visible.
Estaba prohibido dar sepultura al ajusticiado, lo que suponía además abolir su memoria y la imposibilidad de encontrar reposo eterno
El uso de clavos para inmovilizar al condenado en la cruz está suficientemente atestiguado por las fuentes. Así lo evidencian entre otros, el comediógrafo Plauto o el pretor y escritor Suetonio , siendo fuente jurídica primordial una ley municipal de Pozzuoli que se remonta a los primeros años del Principado. Los pies solían ser clavados de forma separada cuando sobre el palo vertical era colocado un tocón de madera denominado «dilis», sobre el que el condenado era colocado a horcajadas para evitar que el cuerpo se trocease demasiado rápido. Pero en el caso de Jesús, a falta de asiento, los pies fueron colocados uno sobre otro atravesándolos el clavo en una posición que le impedía deslizarse fácilmente.
Lo peor era sin duda que la pena de crucifixión no finalizaba con la muerte del reo, sino que perseguía también a su cadáver, al que estaba prohibido dar sepultura . Para los romanos, el cuerpo insepulto suponía la abolición de la memoria y la imposibilidad de encontrar reposo eterno. Pero existía una posibilidad de evitar tan nefasta perspectiva, ya que los parientes del difunto podían elevar una petición al magistrado suplicando su sepultura. Así y a petición de José de Arimatea , Pilato accedió en el caso de Jesús. Éste nunca lo consideró delincuente político y dictó sentencia condenatoria con dudas y dolor del corazón. Pero ésta es otra historia…
En definitiva, Jesús padeció una muerte precedida de una desgarradora agonía de sed, hambre, carne flagelada a la intemperie y asfixia. Antes de caer en el prolongado estado de inconsciencia que precedía al ya deseado final, los crucificados emitían gritos desgarradores de dolor, pero nada de esto sucedió con Jesús, quien según los evangelios, permitidme que los cite ahora como fuente, emitió un primer grito: «¡Tengo sed!» Y un segundo final: «Eloì, Eloí, lacma sabactani», que significa «¡Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado!». El resto del tiempo permaneció en silencio. Son los silencios de Jesús que nos sobrecogen a los que creemos en Él, silencio de prudencia durante su periodo de predicación, silencio de indefensión ante el Sanedrín y ante Pilato y silencio de entrega en el trance más insoportable e inhumano de la cruz.
Carmen Jiménez Salcedo es profesora titular de Derecho Romano en la Universidad de Córdoba .