Cultura
El museo de arte contemporáneo está en los pueblos de colonización de Córdoba
Ricarda López y Rosa Toribio reúnen en un libro el patrimonio de doce localidades creadas entre 1948 y 1969
Los mejores arquitectos, escultores, vitralistas y pintores del momento dejaron obras en sus calles e iglesias
Poblados andaluces de colonización: centinelas del patrimonio rural olvidado
Los pueblos colonos exigen cambiar sus vías agrícolas por carreteras «normales»
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Cuando se habla de pueblos con patrimonio artístico y atractivo cultural nadie menciona en Córdoba a Bembézar, Rivero de Posadas, Algallarín, Maruanas o La Montiela. Nadie los menciona, pero deberían, porque en estos lugares firmaron algunos de los mejores arquitectos, escultores y pintores de la segunda mitad del siglo XX y lo hicieron con las vanguardias propias de su tiempo igual que otros habían dejado obras góticas, renacentistas o barrocas en otro tiempo.
Son pueblos de colonización, aldeas que se crearon durante el franquismo y cuyas tierras y casas se entregaban a gente que se comprometía a trabajar y vivir allí. Había que construirlos y en su urbanismo, en sus casas, sus espacios comunes y sobre todo sus iglesias trabajaron grandes profesionales que dejaron huella de su creatividad.
Ricarda López y Rosa Toribio presentaron este miércoles 'Los pueblos de colonización de la provincia de Córdoba. Arquitectura y arte', un libro impreso por la Diputación Provincial en que recorren estas localidades y se detienen en los trazos de genio de sus autores.
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Entre Encinarejo, en 1948, y Puebla de La Parilla, en 1969, hay un margen tan amplio que permite estudiar la arquitectura y el arte de ese tiempo. Se construyeron Algallarín, San Antonio del Carpio, Maruanas, Calonge, Céspedes, Bembézar, Mesas de guadalora, Rivero de Posadas, Cordobilla y La Montilla, y el Instituto Nacional de Colonización recurrió a artistas de vanguardia, muchos con obra en el Reina Sofía.
Eran pueblos de entre 50, 60 y 70 casas, para otras tantas familias, a los que se desplazaban familias que necesitaban un informe de idoneidad en que debía constar que sabía trabajar el campo y que no tuviera antecedentes políticos de izquierdas.
Las autoras llaman la atención a la Administración y la Iglesia para que sean conscientes del valor de las obras
A partir de ahí, a los llamados colonos se les entregaba una casa, con un patio de trabajo y una parcela que podía ir de 2,9 hectáreas hasta 6 en los más recientes. También estaban los jornaleros, que sólo tenían derecho a vivienda y a un huerto de media hectárea. «Los primeros cinco años los agrónomos decían lo que había que sembrar y el ganado que había que criar y cuánto había que producir. A partir de ahí, si se pasaba el tutelaje, se continuaba, y al cabo del tiempo se adquiría la propiedad», contó.
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Los pueblos tenían que nacer de la nada y para eso estaba el trabajo de los arquitectos, que tenían que hacer el proyecto urbanístico y diseñar los edificios. Eran tipo campamento, muy sencillos, porque ayudaba que era una zona llana.
Se encuadran en el urbanismo racionalista, con dos calles principales que se entrecruzan y en torno a las cuales se desarrollan las demás. Francisco Giménez de la Cruz proyectó siete de ellos, pero también destaca Carlos Arniches Moltó, que en 1953 levantó Algallarín, en el término municipal de Adamuz.
En él destacan los porches de las casas, que hizo de varios tipos, pero también la torre de la iglesia de San Felipe y Santiago, muy esbelta en comparación con el templo, y que hacia la mitad tiene una imagen de la Virgen en actitud orante.
Arniches, explicó Ricarda López, fue un arquitecto que había militado antes de la Guerra Civil en partidos de izquierdas, pero que decidió permanecer en España y, tras sufrir represalias, sobrevivió con encargos que firmaban otros arquitectos. Manuel Jiménez Varea realizó en 1964 Cordobilla, a seis kilómetros de Puente Genil, y que se integra en el paisaje de una colina, mientras que Salvador Álvarez Pardo optó en La Montiela, junto a Santaella, por disponer a la plaza en una esquina del cuadrado y por crear un entorno agradable muy integrado con la naturaleza.
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Las autoras han estudiado lo que llaman los centros cívicos, que es donde está la delegación del Ayuntamiento, la iglesia y el comercio. Las plazas del pueblo de siempre. No son todas iguales, en cada una de ellas el arquitecto dejó la huella de su estilo, como, apunta Ricarda López, las dos que están en Algallarín: en la circular están el Ayuntamiento y el templo, mientras que en la cuadrada se sitúa el comercio y la actividad económica.
Las calles desde el principio estaban ya destinadas a ser peatonales o para carros (luego para maquinaria agrícola). El libro se detiene también en las escuelas, pero sobre todo en las iglesias, que eran los edificios más monumentales tanto por su propia construcción como por las obras que había en su interior.
Nunca había dos iguales. «Los arquitectos buscaban la singularidad del pueblo a través de la fachada y sobre todos los campanarios», relató Ricarda López, que muestra cómo en cada uno de ellos los arquitectos optaban por una solución distinta en altura, en la estructura del cuerpo de campanas y en su relación con el templo, porque algunos están casi exentos.
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Allí se puede ver también el cambio en la liturgia de la Iglesia tras el concilio Vaticano II, porque se va pasando la planta basilical, con tres naves, a la central.
Las autoras se han detenido en las obras plásticas, con cuatro grandes apartados: las vidrieras, las pinturas, las esculturas y el ajuar litúrgico y mobiliario, que en muchas ocasiones también se realizó con mucha creatividad.
Arcadio Blasco realizó un original retablo en Maruanas, que consiste en un collage de materias de carácter abstracto, en que se integran piezas rectangulares esmaltadas con mucho cromatismo y fuertes texturas. Lo preside la Virgen de Belén, que es una representación de María realizada en madera sin policromar, como otras muchas en estas localidades. A juego con el retablo está el frontal del altar.
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El propio Arcadio Blasco es el autor también de las vidrieras, con formas geométricas y abstractas en un templo en que, como en muchos de los demás, hay un vía crucis de Julián Gil, realizado en un estilo expresionista que, como afirman las autoras, no deja de tener algo naïf.
Antonio Hernández Carpe, otro de los artistas más destacados, firmó el vía crucis de cerámica policromada que está en la iglesia de Mesas de Guadalora. Su estilo es también naïf y sólo utiliza el blanco y distintos tipos de azul para contar la pasión de Cristo.
Firmó también en las iglesias Antonio Povedano, pintor y vitralista cordobés con una trayectoria tan personal como aplaudida, y que realizó obras para Algallarín y una Asunción en Bembézar.
Eran localidades de planta racionalista, casi siempre en torno a una plaza con la iglesia, el Ayuntamiento y los comercios
El retablo mural de la iglesia de Calonge es una obra con varios planos presidida por San Miguel, rodeado por los ángeles y contemplando como Satanás cae a los infiernos, todo ello sin perspectiva. No tiene firma, pero las autoras lo han atribuido a Manuel Rivera, fundador del grupo El Paso, uno de los más importantes de aquellos años en España.
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Alexis Macedoski fue un pintor rumano que terminó viviendo en España. Aunque vivió en Cataluña, en Mesas de Guadalora dejó un retablo dedicado a San Isidro, patrón de la agricultura. En el mismo templo, el frontal de altar opta por lozas esmaltadas para representar el corfdero de Dios, y la atribuyen a Jacqueline Canivet, autora de sagrarios y frontales esmaltados en distintos lugares, y su marido, José Luis Sánchez. Julio Antonio Ortiz dejó en Bembézar un mosaico dedicado a San Francisco.
En la escultura brilla el nombre de Teresa Eguibar, que fue una de las mayores de España en la tendencia del informalismo, pero que en las iglesias de los pueblos de colonizacion tuvo que hacer obras figurativas. Es la autora de muchas de las imágenes sin policromar, al gusto de la época, porque en lugar de la pintura brillaban las tonalidades de la madera.
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Firman en las iglesias dos grandes imagineros de aquel momento: José Capuz, autor de obras en toda España entre los que brilla el Resucitado de Málaga, y José Luis Vicent. El primero es el autor del Cristo Crucifado que preside el altar mayor de la iglesia de Céspedes, mientras que el segundo es el autor de imágenes en Puebla de la Parrilla, en que se trata esta iconografía esencial del cristianismo con mucha personalidad. El libro recorre también el ajuar litúrgico de las iglesias, que en muchas ocasiones brilla por el diseño y la personalidad puestos al servicio de su utilidad.
Ricarda López explicó que el patrimonio es «muy desconocido», y «si no se pone en valor se puede perder por simple desconocimiento». Por eso insistió en llamar la atención de los poderes públicos y eclesiásticos, para que sean conscientes de su importancia. «No se es consciente del valor que tiene y ya está perdiendo cosas», advirtió la autora.