La graílla

Porque sí beben el vino de las tabernas

El paisaje de Córdoba es aquello que hace de fondo a los bares y los rincones en que se abren lugares clásicos

Problemas con el agua

Bajo las alas de los ángeles

Luis Miranda

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Cada fiesta tiene su pequeña facción apocalíptica, un grupo de profetas gargallianos que abren la boca en un bosquejo de aire con el verbo iracundo y la metáfora precisa para denunciar lo que se corrompe, lo que se aparta, lo que se va del camino recto para buscar sin saberlo el despeñadero. En Semana Santa están los que la desprecian por ser simulación iconolátrica del culto que se debe a Dios y también los que desde dentro dicen que se han perdido el respeto de la gente en las aceras, la contención en la forma de andar y hasta el respeto por los horarios y por todas las personas, que habrá también, que no están bajo las trabajaderas.

Ahora que mayo está a las puertas y hasta las palabras de los artículos se ponen claveles en la solapa también hay quienes se quejan de que su primera fiesta, la de las Cruces, sea un negocio para asociaciones y cofradías con música alta, el alcohol corriendo como ya no lo hacen los pobres ríos en este tiempo de sequía y los fritos poco sanos matando el hambre para que el cuerpo aguante más fiesta. Tal vez no les falte razón a quienes sueñan con una fiesta algo más tranquila y contemplativa en que pudieran visitar lugares bellos de Córdoba con el contrapunto efímero de la cruz con sus colores, sin la obligación de abrirse paso por casetas al aire libre y enjambres de gente con vasos de plástico, pero lo que les sobra es inocencia: la fiesta podrá tener excesos, pero también responde a lo que unos y otros han querido hacer de la ciudad en las últimas décadas.

No hay que irse a mayo: en cualquier momento del año el paisaje de la ciudad histórica es aquello que acompaña a las terrazas, las plazas en que se abren ciertos restaurantes, los rincones en los que hay ciertas tabernas clásicas. Cierran las librerías y los que más impostan alguna lágrima intentando que no se les note que no las pisaban; si algunos bares clásicos echan la persiana para siempre hay plataformas, duelos públicos y desde luego empresarios que retoman el espíritu para que no se pierda y gentes que argumentan que el vino es arte y que la vida en las mesas de la taberna una forma de cultura que hay que proteger. Hasta la Corredera, con toda su historia a cuestas y su estampa eterna, está ahora llena de terrazas y nadie quiere pensar lo que pasaría si pasara las mañanas vacía y las noches sin un alma. Ha pasado porque apenas quedan ya gentes que les den el trasiego de todos los días, por la fuerza centrífuga que hace vaciarse los barrios viejos, y también algunos que fueron nuevos y ya han dejado de serlo, para seguir construyendo en círculos concéntricos. Es lo que gusta y lo que se fomenta, no se sabe en qué orden, y lo mejor es que tiene tanta coartada intelectual que hasta quienes irán a la Cata del Vino lo harán pensando, al contrario que los versos de Antonio Machado, que saben porque sí beben el vino de las tabernas y no pisan la Feria del Libro.

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