CAMBIO DE GUARDIA
PLATÓN, SAULO
Un incrédulo lee, bajo el lácteo cielo del Madrid navideño, los relatos de un creyente. Y los dos son lo mismo
«TODO sucedía en figuras», dice Pascal del Antiguo Testamento. Regresa a mi memoria ese pasaje, mientras leo Abram y su gente. No es nueva mi devoción por Jiménez Lozano. A cualquier lector que sepa descifrar aquello a lo cual abre un libro, lo conmueve su asomarse a lo sagrado. Sea cual sea el ámbito de sus creencias. O sea ninguno, como es mi caso. Lo sagrado es una incurable melancolía previa a cualquier fe. Que ninguna fe cura. Ni ningún descreimiento. Una quiebra inscrita en la paradoja del animal hablante: ese que es mortal y lo sabe; ése, todas cuyas estrategias de consuelo fracasan ante el vacío de lo que no puede ser dicho.
«Todo sucedía en figuras». Pero claro que cualquier lector culto de Pascal –sea o no cristiano– sabe que esto es una cita. Aunque en el siglo XVII el rigor de comillas y notas no sea de uso. Menos aún en algo que, como los Pensamientos, no es un libro, sino un almacén de papeles para uso privado. Cita de la IIª a los Corintios, 10, 11. Que Pascal lee en el texto de la Vulgata. Y que, en el griego de San Pablo, se expresaba con el sustantivo typos, que, antes de ser esa «figura» que el traductor al latín elige muy adecuadamente o el «símbolo» que dan Cantera-Iglesias en su minuciosa versión directa, ha sido «golpe, huella, cicatriz, impresión, acuñación, escultura, copia, imagen, forma, modelo, tipo», y que Pascal aplica a un Viejo Testamento en el cual ve un criptograma cuya clave sólo es dada por el código del Nuevo. Es un ingenio prodigioso del siempre prodigiosamente ingenioso Pascal: el que permite que el fantasma fluya entre los Viejos libros y los Nuevos. Y que llegue a nosotros, intacto. Al Jiménez Lozano que escribe en cristiano Abram y su gente. Al universal incrédulo que lo lee en la larga melancolía de una jornada más de fin de ciclo: ésa con que la Navidad nos marca a todos. Porque uno nunca elige sus fantasmas.
Typos, esa «figura» en la cual todo lo bíblico aparece, según San Pablo, a los cristianos, es puro léxico neoplatónico. Y, antes de ningún «neo», artilugio sobre el cual el gran Platón asienta la teoría general de la lengua a la cual él llama –tomando de Heráclito el término– filosofía. Es asombrosa la confluencia. El apóstol, al cual los Hechos (17, 16-34) presentan arrebatado en Atenas contra el estético politeísmo de los griegos, habla en griego. Lo que es lo mismo: es griego. Y así, sépalo o no, cierra la paradoja: quienes sueñan quizá estar destruyendo el universo de desazón en que el paganismo ateniense alzó su monumento llamado filosofía, lo consuman. Insertando su raíz, la tragedia –esto es, lo irresuelto–, en el corazón de su más alta certidumbre: la de un Dios que, hecho hombre, no puede sino consagrar la interrogación en su altar propio. «Figura», lo que la Vulgata llama «figura», es eso: lo que remite siempre a otro, la serie infinita de las preguntas.
Y un incrédulo lee, bajo el lácteo cielo del Madrid navideño, los relatos de un creyente. Y los dos son lo mismo. Platón, Saulo.