LA IGLESIA AMABLE DE FRANCISCO
La historia de estos veintiún meses de pontificado se resume en el reconocimiento del Papa Francisco como personaje del año, como el gran protagonista de la vida internacional
LA capacidad de persuasión que está acreditando el Papa Francisco se demuestra con el entusiasmo que despiertan hoy algunas de sus declaraciones en quienes, en abril de 2013, lo recibieron lanzando contra él toda clase de insidias por su supuesta connivencia con la Junta Militar argentina. Nada de esto era cierto, sino todo lo contrario, porque lo que se ha conocido es la dedicación del entonces Cardenal Bergoglio a prestar protección a los perseguidos por la dictadura. La historia de estos veintiún meses de pontificado se resume en el reconocimiento del Papa Francisco como personaje del año, como el gran protagonista de la vida internacional, condición ganada a pulso con su enorme poder de atracción para los medios de comunicación y las opiniones públicas. Sus mensajes relativos a la guerra, la persecución de los cristianos, la lucha contra la pederastia, la reforma de la Curia, la renovación de las jerarquías católicas, la denuncia de la pobreza, la explotación infantil y laboral y las tragedias de la inmigración, han dado un rostro inusual a la Iglesia católica. Y, sin embargo, la letra es la misma que la de sus predecesores y solo ha cambiado lo que en la Iglesia es mucho, el tono, la forma y la proclamación de sus contenidos. Si Juan Pablo II fue el Papa de la reactivación de la Iglesia y Benedicto XVI el de la reflexión, Francisco ha asumido que ahora le corresponde ser el Papa de la transformación, siguiendo la directriz de aquellos otros grandes sucesores de Pedro, personajes de dimensión universal. En efecto, la libertad de actuación con la que se conduce Francisco se entiende bien teniendo en cuenta el efecto renovador de la decisión de Benedicto XVI de renunciar al pontificado.
Esto es lo que el Santo Padre está impulsando: renovación de formas y actualización de contenidos, para hacer accesible a todo el que lo busque el proyecto universal de salvación, que es el fin principal de la Iglesia. Pide alegría a los obispos y que «huelan a oveja», les exige que abandonen el lujo y la soberbia, pide austeridad y predicar con el ejemplo propio, con amabilidad, no con acritud. El Papa, fiel a su formación jesuítica, también entiende el valor del «pan nuestro de cada día», y sus sacudidas contra la injusticia social, la insolidaridad y el egoísmo de las sociedades desarrolladas lo han erigido en la voz de los más pobres y necesitados del mundo. No esperen de este Papa, quienes lo hacen desde posiciones ajenas a la Iglesia, que derogue verdades esenciales de la fe católica, ni que sorprenda con doctrinas rupturistas sobre matrimonio o aborto. Es evidente que la Iglesia avanzará hacia una mayor atención a las situaciones individuales de divorciados y homosexuales, pero las instituciones familiares seguirán definidas en los términos actuales. Es el Papa de la transformación de la Iglesia Católica para hacerla mejor, no para hacerla irreconocible.