UNA RAYA EN EL AGUA

LOS REYES CATÓDICOS

IGNACIO CAMACHO

En la España del «homo videns» el nuevo Rey superó el referéndum de los audímetros a la hora de las gambas congeladas

LA principal función de un Rey constitucional consiste en serlo de todos sin parecerlo de nadie. Su reino es de intangibles. Como no ejerce el poder y además tiene prohibido pisar campos de confrontación política su pensamiento público no puede rebasar el territorio de las grandes obviedades. En ese sentido Felipe VI tiene motivos para estar satisfecho de su primera gran prueba de contraste: el discurso de Nochebuena causó buena impresión y hasta recuperó el share televisivo que había perdido su padre como paso previo a caerse del trono. En la España del homo videns, donde en vez de existir una academia de élites de gobierno como en Francia es la tele la que funciona como cantera de aspirantes a primer ministro, la pérdida de audiencia puede acabar desencadenando la abdicación de un monarca. La nueva soberanía nacional reside en el mando a distancia y es incompatible con el aburrimiento. Nos hemos convertido en una democracia de plasma coronada por reyes catódicos.

Don Felipe salvó el referéndum de los audímetros, a pesar del boicot de la ETB vasca, y además ha recibido parabienes casi generales de los opinadores de guardia. Su briosa denuncia de la corrupción mereció incluso la bendición en Twitter de Pablo Iglesias, que es una especie de salvoconducto provisional de esa izquierda de sans culottes y tricoteuses que sueñan con la guillotina redentora. Las escasas críticas procedieron del nacionalismo catalán, destinatario del único dardo verbal del mensaje, del agrocomunismo de Cayo Lara y de ciertos gurús de una derecha esencialista y aristocratizante; las tradicionales minorías del descontento que evitan el mal gusto de las unanimidades. El Rey llegó a las clases medias con las que quería empatizar mediante un atrezzo de Ikea que evocaba la república independiente de sus casas. Lo vieron millones de familias mientras pelaban las recién descongeladas gambas; si además lo escucharon se debieron de sentir muy probablemente bien interpretadas. En los últimos años el que se presentaba en el salón de los españoles era un soberano en apuros, abotargado y algo balbuceante, tratando de parecerse al que tiempo atrás había encarnado con formidable instinto perceptivo lo mejor de la nación contemporánea. El juancarlismo se diluyó en la bajada implacable de audiencias; la Monarquía hizo crisis cuando llegó un momento en que el desinterés superó a la lástima.

El flamante sucesor necesita para asentarse dos cosas: tiempo y confianza, y de ambas amplió su saldo la otra noche. Al Rey de la posmodernidad lo proclaman las Cortes, pero se tiene que ganar la legitimidad de ejercicio delante de otra clase de cámaras. El primer ejercicio lo ha aprobado con nota alta. Eso sí, por muy mesocrática que pretenda ser esta Corona del siglo XXI no se le puede pedir que se identifique con su pueblo hasta el punto de hablar mal de un cuñado en la cena navideña.

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