VIDAS EJEMPLARES
ISLAS
Hay una epidemia de personas más interesadas en su telefonillo que en lo que tienen enfrente
HARTO de vivir con una familia de zombis silenciosos, parapetados tras sus telefonillos y sus tabletas, un amigo dirigió a sus hijos y a su mujer un recado socarrón. Pegó un pósit de los amarillos en la nevera de su casa y escribió lo siguiente: «Soy vuestro padre, podéis encontrarme en Facebook».
Pues sí, es como una epidemia: cada vez hay más islas humanas, personas desconectadas de la realidad circundante, cuyo cordón umbilical con la vida ha pasado a ser el móvil. El fenómeno se venía percibiendo desde hace años, pero en estas Navidades el autismo comunal se ha acrecentado de forma llamativa. Solo los patriarcas octogenarios, tal vez salvados por la presbicia, parecen inmunes al guasapeo y la mala educación del móvil junto al tenedor. En las largas e integradoras mesas familiares –una grandeza española, a la que no otorgamos el valor que merece– hay momentos en los que casi la mitad de los comensales están ausentes en la berza digital, absortos en sus pequeñas pantallas. Las bromas prefabricadas de internet, que circulan sobadas de mano en mano, van desplazando a las anécdotas, chistes y golpes de chispa naturales. Nunca falta el clásico pariente adicto al «mira lo que me acaban de mandar», un plasta que busca en el teléfono un gracejo de alquiler que supla su escasez de ingenio. Variante especialmente cargante es el exhibicionismo vía Facebook, personas incapaces de comerse un chipirón sin subir una foto que dé fe de su gesta. El elenco de turras lo completan –o lo completamos– los chateadores compulsivos y quienes convierten la afición por hacer fotos en una forma de patología.
Mientras el dedo pulgar echa fuego para mandar telegramas a los amigos ausentes, las personas de carne y hueso que están enfrente son groseramente ignoradas. La calidad de la conversación decae, porque es difícil interesar a toda la mesa en una charla común, o suscitar un poco de debate, cuando la mitad de la parroquia está con la testa doblada sobre el puñetero teléfono. Veremos, sin duda, llegar el feliz día en que llevar el móvil a la mesa será considerado una aberrante falta de cortesía. Y lo mismo sucederá en las reuniones de trabajo y en las tertulias televisivas, donde se da la anomalía de que mientras un esforzado tertuliano está ofreciendo su apasionada disección de un tema –casi siempre la murga separatista o los desbarres de Podemos– los demás andan abismados en su cacharrería, delatando que esas tertulias aburren hasta a sus protagonistas.
Se están registrando accidentes de tráfico de conductores que van chateando por la carretera. Y probablemente habrá ya gañanes hiperconectados que envían guasaps mientras hacen el amor y suben luego la crónica a Facebook. Y si no es así, sucederá. La vida se ha mudado al teléfono. Es más fácil enviar un emoticono que encarar el escrutinio de otra mirada humana. La paradoja es que esa forma instantánea y universal de comunicación acaba creado grandes solitarios. Tienen docenas de amigos... con relaciones epidérmicas, cuyo valor y profundidad equivale al de un tuit.