EL NORTE DEL SUR

CENIZAS

RAFAEL ÁNGEL AGUILAR SÁNCHEZ

Dónde está el cementerio de los juguetes que nunca nadie abrirá; quién cura la pena de este amanecer infausto

Y ahora qué hacemos con esto. Con este cuento de hadas hecho mil pedazos. Con esta tristeza. Con esta fiesta que continúa pase lo que pase y que vuelve todo tan ridículo, tan tétrico, tan absurdo. Por qué el mundo no se para de una vez para que caigamos en la cuenta de la farsa. Dónde está el cementerio de los juguetes que nunca nadie usará, quién cura la pena inmensa del amanecer de los días de Reyes Magos con la cama vacía, con el Belén todavía puesto en el salón, con el comedor decorado por las mismas manos que ya nunca se frotarán los ojos de sueño, ni de ilusión, ni de sorpresa. Por qué tienen que pasar estas cosas y por qué tienen que pasar justamente ahora. A ver quién es capaz de contarles otra vez a sus hijos la historia de la que nunca quiere uno que despierten y no sentirse no ya un mentiroso sino un impostor. La vida, maldita sea, viene de vez en cuando con sus miserias a dinamitar el reducto de felicidad que los adultos construyen y custodian como el bien más preciado que pretenden legarles a sus descendientes. El dinero sirve para garantizarles una infancia medianamente feliz a las criaturas que uno ha traído al mundo, dice el escritor Rafael Chirbes en una de las novelas más celebradas del año que acaba, pero no hay euros ni contados por millones que protejan a la prole de un destrozo irreparable.

Y por qué pasan estas cosas siempre, o casi siempre, en los mismos sitios. En los mismos barrios. En las mismas familias. En los mismos bloques. En los mismos vecindarios que lindan con la necesidad, con la miseria, si es que tienen la fortuna de haberlas esquivado y no habitarlas de pleno. Por qué Dios aprieta y a veces también ahoga. Por qué el infortunio conoce tan bien el nombre y los apellidos de quienes parecen que están predestinados a ser sus víctimas mortales desde el día justo en el que nacieron. Nadie está a salvo de la tragedia pero desde luego que hay muchos grados de exposición a su zarpazo.

Esta semana, la tarde que era víspera de la Nochebuena, había candelas, varias, en los soportales de algunos edificios de un barrio muy próximo al que ayer perdió a un niño de tres años y a un adulto. Los vecinillos adolescentes pasaban el rato vaciando las papeleras más cercanas para usar los restos domésticos de combustible. La gente pasaba por la calle como si tal cosa. Nadie se atrevía a advertirles del peligro. Si la Policía tenía constancia del entretenimiento, desde luego que no daba la impresión de que se empeñara en llamarles la atención a los animados coros de las fogatas.

El alcalde ha pedido cautela, cuidado con los braseros, con la ropa tendida bajo la mesa camilla, con el despiste de que a uno le pueda la modorra y se vaya a la cama con la estufa puesta. Pero quién está a salvo de un olvido fatal. La zapatilla de paño de la niña que se queda toda la noche junto al radiador. Los calcetines a unos centímetros del metal rojizo del calentador eléctrico. Las ascuas del día siguiente son el testimonio de que la fiesta debe continuar pase lo que pase.

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