LA FERIA DE LAS VANIDADES
EL SACO DEL PAPA
Ha cumplido 78 tacos y lo ha celebrado con los que no tienen nada que celebrar
COMO buen aficionado al fútbol, el argentino Bergoglio sabe que los grandes jugadores son los que se mueven entre las líneas del equipo rival, los que no se someten a la táctica que dibuja el entrenador en una pizarra donde falta la esencia del fútbol: el movimiento. Esa también es la esencia de la vida. Vivir es hacer. Hace dos mil años, un Galileo lo proclamó con su ejemplo desde su Nacimiento hasta que se cumplieron las Escrituras que firmó en la notaría de Getsemaní. No escogió un suntuoso palacio para deslumbrar al mundo con el brillo cegador —y por lo tanto efímero— del poder, sino un humilde pesebre que lo acercaba al hombre, incluso a los animales que le ayudaron a soportar el frío de la escarcha. Jesús era franciscano antes de que existiera Asís.
El Papa podría refugiarse en el burladero del cargo y proclamar las verdades de la Navidad con timbre claro y preciso, con esa sintaxis que aprendió del mejor escritor en lengua castellana que ha dado el siglo que se fue. El Papa podría perderse por los borgesianos senderos que se bifurcan, pero prefiere meterse en los jardines donde más de uno y más de dos lo están esperando para endiñarle la puñalada trapera de la crítica trufada de demagogia. Este Papa no está hecho para solazarse con los escudos que dora el sol vaticano, o que hienden el aire con los relieves del mármol o del oro, de la plata que le da nombre al río de su infancia, de la piedra que resiste el paso imperturbable de los siglos.
Francisco es más de saco de dormir que de dormitorio regio. Por eso les ha regalado 400 sacos a los romanos que peregrinan cada noche al rincón arrinconado de la soledad. Es su regalo de cumpleaños. Ha cumplido 78 tacos y lo ha celebrado con los que no tienen nada que celebrar. Esos 400 sacos llevan impreso su escudo papal. Para que no haya lugar a dudas. Para que se nos caiga la cara de vergüenza cuando veamos a un pobre metido en uno de esos sacos durmiendo en la estación Ostiense o en la Vía Nazionale. Porque al Papa también se le cae la cara de vergüenza, y no hace nada por disimularlo. Al contrario. Regala tarjetas de teléfono para que los inmigrantes puedan llamar a sus casas, y sacos de dormir con su emblema para que no olvidemos dónde está la raíz del mensaje que sostiene la columnata de Bernini o la cúpula de Miguel Ángel.
Ahora que buscamos el refugio cálido en la familia, en el hogar que nos protege del frío que azota el alma con los cristales helados de la soledad, esos sacos de dormir golpean nuestra conciencia como la petición que los voluntarios les hicieron a los que no tienen techo. Tal vez por eso, porque la ausencia del techo les permita ver con más claridad la dureza del cielo raso donde sigue tiritando el Niño de Belén, esos enviados de Bergoglio les pidieron algo a cambio del saco: que rezaran por el Papa. No es el Sumo Pontífice quien, revestido de la paradójica y blanca púrpura del cargo, se digna a rezar por los pobres. Es al contrario. Son los pobres quienes están legitimados para rezar por el Papa. Causa vértigo imaginar esa inversión de los papeles que algunos —a uno y otro lado de la más pura ortodoxia— no comprenderán jamás. Pero ya se sabe que Bergoglio es aficionado el fútbol, y que su especialidad es jugar entre líneas. Y si no, que se lo pregunten a Obama y a los hermanos Castro...