CAMBIO DE GUARDIA

AGONÍA DE LA LUZ

GABRIEL ALBIAC

«No entres dócil en esa noche benévola: debe arder la vejez y delirar al fin del día; ira, ira contra la agonía de la luz»

«EL sabio no entra dócil en esa noche benévola». ¿Hay algo más hermoso que el sosiego de la voz de Michael Caine (https://www.youtube.com/watch?v=5Y0MszI4SRs) recitando, con británica distancia, los versos de Dylan Thomas en el Interstellar de Christopher Nolan? Lo hay, sí, más desgarrador: la voz de Dylan Thomas mismo recitando, no recitando, canturreando en desolada melopea, esa que puede ser la más lúcida elegía, quizá, del siglo veinte (http://plexipages.com/reflections/donotgo.wav): «No, no entres dócil en esa noche benévola». Y, si Interstellar no es una de las tantas penosas fábulas futuristas acarreadas tras el colosal 2001 de Kubrik, es porque nada tiene que hacer con el futuro. La reiteración de los versos de Thomas puntea lo ajeno al tiempo: la poética eternidad de la melancolía.

Dylan Thomas había escrito, en 1951, una elegía extraña para su padre moribundo. Una elegía que escapaba a la regla de grandeza que exige que el canto fúnebre abra al consuelo de un destino de paz majestuoso. El poeta se niega a ello. Tal vez porque el alcohol lo horadó ya tanto que se sabe destinado a pasar la misma puerta pronto, ahogado en sus legendarios 18 whiskies. Y sabe que la elegía al padre es ya una elegía a sí mismo. Y exige que ese cruce del umbral sea rechazado, que no se miente el sosiego, que irrumpa lo único que un hombre puede proclamar ante la muerte, si ese hombre es libre y lúcido, si es hombre: ira, ninguna resignación, sólo la ira solitaria que da razón de una vida. «No entres dócil en esa noche benévola: debe arder la vejez y delirar al fin del día; ira, ira contra la agonía de la luz».

Los personajes de Nolan no están buscando mundos nuevos. Aunque atraviesen galaxias y agujeros negros, en una desolación de laberintos einsteinianos donde impera la desalmada paradoja del espacio-tiempo. No, cada uno de los personajes de Interstellar está siempre en el mismo sitio y en la hora del mismo reloj parado: en la clara soledad de quien no acepta entrar en la gentle night que la voz apagada de Caine apenas si precisa recordarle. Y no es la extinción del planeta –usada a capazos en películas prescindibles y olvidadas– lo que aquí nos sobrecoge. Es la extinción del que habla. De cada uno. El verdadero fin del mundo. Que es trágico porque es siempre y es solitario. Interstellar es un medido poema visual por atenerse a esta ley de diamante: sólo hay poesía en lo único, tragedia sólo en lo que no es común. Y al solitario astronauta, cuya ira de hombre extraviado en los laberintos del tiempo Nolan narra, no lo desagarra el fin de la humanidad, ese dato estadístico. Lo desgarra el choque con la red de tiempo que lo hace ajeno a los suyos. E irrecuperable. Como el viejo padre, ante cuyo cruzar el umbral llama Dylan Thomas a la blasfemia. Canturreando: «Y tú, padre, allá en la altura triste, / maldice, y con tu llanto feroz bendíceme ahora, te ruego. / No entres dócil en esa noche benévola. / Ira, ira contra la agonía de la luz».

AGONÍA DE LA LUZ

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