El día en que volvió a Europa

Londres acoge la mayor muestra sobre «el Rey» celebrada a este lado del Atlántico. 300 objetos del relicario Graceland con el inefable toque kitsch del gran cantante

LUIS VENTOSO

Bob Dylan tiene 73 años, como bien atestigua una voz cazallera, lija sabia. Paul McCartney, 72. Mick Jagger, 70, aunque sean de gimnasio y tinte. Roger Daltrey, 70, y esta semana tuvo que plantar dos conciertos londinenses que celebraban los 50 años de The Who en el O2 de Londres, porque la garganta no daba más. Elvis Aaron Presley nunca pasará por esas penalidades. Dejó el mundo con 42 años para reencarnarse directamente en mito. Probablemente para su integridad artística fue mejor así.

El 16 de agosto de 1977 Elvis tenía que descansar como fuese, porque al día siguiente ofrecía un concierto en Portland. Así que a primera hora de la tarde envió a su hermanastro por dos veces a la farmacia y a las siete se retiró a la suite principal de su estrambótica mansión, Graceland, en Memphis (Tennessee). A la mañana, su última novia, una beldad llamada Ginger Alden, lo encontró agonizando en el baño. La autopsia fue cruel. En la sangre del hombre que enamoró a América y al mundo con su voz dúctil, extraordinaria y sus movimientos sensuales y sincopados, había restos de codeína, morfina, valium, placydid, nembutal, butabarbital y quantum. Fue un adelanto del final de Michael Jackson, otro niño grande, pues todo había sido recetado legalmente por su médico privado, un dentista de origen griego llamado George Nichapoulos. Elvis, en su campechanía sureña, lo resumía en Nick.

Paradójicamente, siete años antes, el 21 de diciembre de 1970, Elvis había sido recibido en la Casa Blanca por «Dick el Tramposo», también conocido como el presidente Nixon. El cantante se postuló como ejemplo de valores patrióticos y saludables para la juventud estadounidense y le pidió una placa de la DEA, que lo acreditase como agente antidrogas honorífico. Se lo concedieron, aunque era una bomba de barbitúricos andante. Ante Nixon, Elvis se refirió a los Beatles como un ejemplo de juventud «drogadicta y antiamericana».

Cinco años antes, los Beatles fueron a rendir pleitesía a Elvis a su mansión. Era el dios que había iluminado la infancia de aquellos desarrapados de Liverpool. El encuentro no funcionó. «Recuerdo que eran unos chicos muy tímidos y no sabían qué decir, pero desde luego adoraban a Elvis. John se quedaba mirándolo tan fijamente que Elvis se sentía molesto y acabó cogiendo un bajo y poniéndose a tocar». Lo ha contado esta semana en Londres la exmujer del «Rey», Priscilla, que lo conoció a los 14 años, en una base militar estadounidense en Alemania donde Elvis cumplía con el Ejército. Fueron novios cinco años, se casaron y el matrimonio duró un lustro.

Negocio global

El divorcio llegó en febrero de 1972. Pero Priscilla es la madre de la única hija del «Rey», Lisa Marie, que ahora vive en Inglaterra, y ambas tuvieron la idea de convertir la dacha de Graceland en una eficaz máquina de facturar. La casa-templo recibe más de 600.000 peregrinos al año, uno de los museos con más tirón de Estados Unidos. Ahora aspira a convertirse en un negocio global y la primera parada es Londres. Elvis, que nunca cumplió en vida con su sueño de actuar ante sus fans ingleses, llega ahora por todo lo alto a la extraordinaria carpa de conciertos del O2 con la exposición «Directamente desde Graceland, Elvis», subtitulada «El Rey ha vuelto».

La muestra es apabullante, incluso para quienes no sean feligreses del culto al «Rey del Rock» (monarca también del country y del góspel, y hasta de los estándares del cancionero de Sinatra, porque Presley era un cantante superior, que todo lo hacía suyo y lo elevaba a otra dimensión, un don que conservó hasta el final, cuando hierático, con sus buenas arrobas embutidas en sus horteroides trajes de campanas y lentejuelas, sudaba hinchado en el escenario sostenido por la química).

«White trash»

En Londres, previo pago de 21 libras de entrada, se puede ver su Cadillac (rosa, por supuesto), con el que viajaba en los tours de finales de los 50 y que luego regaló a su adorada madre, Gladys. Allí está la partida natal en Tupelo (Misisipi), el 8 de enero de 1935, en una familia de lo que los estadounidenses llaman con clasismo crudo «white trash». Vemos las fotos escolares. Un Elvis con malas notas y rubísimo, antes de que la industria lo obligase a teñirse, porque el fijador casa mejor con el pelo oscuro. Emociona ver los discos originales de Sun Records, el Grial del preyslerismo, los primeros que registró, allá en el verano de 1954. Aquello fue una epifanía, porque la verdad es que las cosas no iban bien para Elvis. Él sabía que era una estrella y sus vecinos de Memphis lo intuían, de lo contrario, ¿qué hacía aquel mocoso, un aprendiz de camionero, con una americana rosa y un guitarra en bandolera dándose pote por las calles del ritmo de Memphis? Pero lo cierto es que las dos primeras bandas a las que se ofreció como cantante lo rechazaron, porque no se acoplaba a su repertorio.

El guitarrista Scotty Moore cree que Elvis encontró su propia voz con una especie de iluminación, en la tarde del 5 de julio de 1954, cuando empezaron a versionear «That’s All right». «De repente, con esa canción, Elvis empezó a saltar y actuar como un loco. Bill, que tocaba el bajo, se volvió loco también, y yo empecé a tocar con ellos. Sam [Phillips, el dueño de Sun Records], que estaba en el control, abrió la puerta y preguntó qué hacíamos. “No sabemos”, le dijimos. Y respondió: “Bueno, pues hacedlo otra vez”».

El despegue fue fulgurante. En 1956 graba su primer disco con RCA, ya bajo la batuta de su apoderado, el coronel Parker, una sanguijuela nacida en Holanda, que nunca había sido militar y ostentaba ese grado solo por una merced honoraria de un excantante que había llegado a gobernador de un Estado. Elvis acude a los shows televisivos de Sinatra y Ed Sullivan y alumbra una revolución unipersonal. Es un negro blanco, sensual, divertido, con pinta de buen chaval, muy simpático, pero que anticipa un futuro que puede hacer temblar el establishment.

En el fondo, Elvis nunca quiso ser más que un entretenedor, el mejor cantante del mundo. Ni más ni menos. Carecía de ambición creativa o subversiva. Pero eso no lo sabía la prensa, que asistía descolocada a su eclosión. «No tiene habilidades vocales discernibles. Su única habilidad son los movimientos corporales, identificables con las cabareteras rubias del género burlesco», lo firmó un tal Jack Gould en la biblia de la progresía, «The New York Times». Su colega el «New York Daily News» todavía fue más duro: «Su animalidad debería ser confinada en un burdel». «Elvis de Pelvis», mote que espantaba al artista.

Aunque la industria seguirá editando discos que van directos al número uno, en 1958 Elvis entra dos años en hibernación, para cumplir con el Ejército. Le honró hacerlo con llaneza, como un recluta sometido al programa general. O más o menos: el momento del rape militar en la base de Arkansas fue seguido por 50 periodistas acreditados, imágenes que se pueden ver en la exposición. También existe la oportunidad de cotillear sus uniformes de soldado y su macuto.

De vuelta de esa larga mili, que también lo llevará a Alemania, el coronel Parker decide exprimir su gallina de los huevos de oro en el cine, sacrificando la calidad de los discos. Elvis rueda 33 películas. Entre 1960 y 1967 su principal dedicación es Hollywood. Son filmes cada vez más insípidos, en especial la saga hawaiana, pero curiosamente siempre rentables. Sin embargo, su credibilidad artística lo paga. Tras la aparición de Beatles y Stones, a finales de los sesenta Elvis semeja un chiste del pasado y vende cada vez menos discos. En 1968 da el que será su último gran golpe de genio. Se viste con un traje de cuero (esta vez negro, no rosa), que puede admirarse en la exposición de Londres, y graba un concierto en directo, titulado «Elvis ha vuelto». Realmente rubricará su retorno: se emite en Navidad y arrasa. Muestra a un cantante vigente, moderno, vivo y sexy. Es el canto del cisne.

En sus años crepusculares, Elvis se refugia en el circuito de los casinos de Las Vegas. Aunque lo cierto es que siempre trabajó muy duro. En 1969 ofreció 57 conciertos en una residencia de cuatro semanas en el Hotel Internacional de la ciudad del juego. Es la etapa en la que descubre sus uniformes blancos de pantalón acampanado, lentejuelas, cinturón con dos águilas y capa de forro rojo. La imagen de marca de su etapa de decadencia, un hito del fetichismo freak, trajes cuyas copias se venden en la tienda a la salida de la exposición por más de 1.200 libras.

Desvarío barroco

La muestra, que se puede ver hasta el próximo mes de agosto, no escatima el fascinante desvarío barroco que es Graceland: su teléfono dorado, sus carritos de golf Harley-Davidson para recorrer su jardín sureño, su kimono de karate y su cinturón negro, del que tan ufano se sentía, sus anillos y sus motos. El universo de un niño grande con un talento descomunal, que fue el «Rey» del rock, pero que de verdad quería cantar country y baladas, que tuvo como verdadera escuela las misas góspel de los negros y sus clubes de R&B en Memphis. Un niño grande que cantaba como un dios, incluso cuando ya no podía más, ni con su cuerpo ni con el miedo de fallarle a su propio mito.

Priscilla, su viuda, ha dejado en Londres una pincelada indicativa de lo que debía ser el mundo interno de Elvis: «Éramos muy nocturnos. Nos quedábamos despiertos toda la noche y desayunábamos a las cinco de la tarde». Veían el show de Johnny Carson en la televisión y luego salían para el cine de madrugada. Por supuesto no a uno cualquiera: Elvis cerraba una sala para ellos dos solos y allí veían en privado y por adelantado los estrenos. «A veces hasta tres películas en una noche». Caballos, coches y un avión privado al que bautizó con el nombre de su hija completaban el mundo del crío de Tupelo, al que nunca le quedó grande el topicazo: él sí fue un animal escénico.

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