EL ESTILITA
TONTOS DE AEROPUERTO
¿No deberíamos ahora denunciar la estulticia de los empresarios que alentaron este devarío en Córdoba?
EN España hay tontos de aeropuerto como hay tontos de universidad. Quiero decir que los españoles de las clases populares, desde que perdimos ese paletismo original y bondadoso, tan patrio, de la posguerra, merced a las suecas en bikini y a los tecnócratas del Opus, allá por los años sesenta, no hemos dejado de ponernos al día, a veces con manifiesta premura e incompetencia. Por eso ahora somos casi todos tontos, unos más que otros, pero casi todos, repito, tocados por ese absurdo síndrome del desarrollismo por el cual, si no tenemos lo mismo que el que más tiene, no tenemos nada. Este síndrome dio carta de naturaleza a las autonomías —que venían teóricamente a redimir la secular usurpación de nuestras energías por parte del Estado—, con el subsiguiente guirigay político y el desmadrado progreso administrativo (hoy, si usted no no se cruza por la calle con un empleado público, lo hace con un parado o con alguien en vías de serlo, no hay otra opción), e igualmente a las reivindicaciones capitalinas de las provincias, que una vez perdida su conexión natural y directa con Madrid, se hicieron cómplices de los nuevos ricos competenciales, suponiendo estúpidamente que tocarían a más repartiendo también entre más, pues las propias estructuras autonómicas necesitan comer, y mucho.
Así nos hemos encontrado con un aeropuerto por provincia y —no es menos tonto— con una universidad por provincia. ¿A qué extrañarnos, pues, de que el noventa por ciento de los universitarios que trabajan lo hagan de auxiliares administrativos o de camareros y de que los dos únicos aviones de cierta envergadura que son sensibles en Córdoba lo sean, uno varado, sin servir siquiera de chiringuito, y otro fantasma, ajeno a nuestra visibilidad de pobres oteadores de la noche?
Pero esto es lo que tenemos. De la universidad, de sus frustrados, de sus parados y de los funcionarios que ocupan el lugar que debieran habitar los libros, ya hemos hablado y seguiremos haciéndolo otro día. El aeropuerto no merecería un comentario sino fuera por los setenta y cinco millones de euros que nos ha costado hasta el momento, ante los cuales otras pifias cordobesas, como el palacio de congresos, resultan una minucia. Pocos argumentos han dado los políticos, como el que se refiere a este asunto, para coincidir en la banalidad de sus actitudes. Pero quizá hayamos incidido mucho en la culpa de los políticos y poco en la de la sociedad que los sustenta. ¿No deberíamos ahora denunciar la estulticia de nuestros empresarios que tanto han hecho por alentar este desvarío, sin poner un duro y en contra del sentido común de los cordobeses? ¿No recordamos su palabrera participación el año pasado en la «Mesa» que alumbró la Junta de Andalucía para enredar todo lo posible y evitar que el «Comité» previsto por el Gobierno —desganado de por sí (como todo lo que depende de Rajoy)— hiciera el reproche que en última instancia nos ha proporcionado Europa?... Ese famoso avión de Córdoba a Bilbao, que evocaban como un exhorto, debería habérselos llevado a todos. A ver si así aprendían que una empresa requiere algo más que el amparo de la Administración para ser sostenible.