UNA RAYA EN EL AGUA
EL PRIMERO, NO EQUIVOCARSE
Consciente de la demanda social, el Rey ha interpretado el paradigma de ejemplaridad moral con exigencia implacable
AUNQUE el subconsciente colectivo todavía tiende a llamar «el Príncipe» a Felipe VI, por la fuerza de la costumbre de cuatro décadas, la del relevo en la Corona ha sido una de las pocas operaciones políticas que han salido bien en España en los últimos años. Planteada inicialmente con apariencia de un precipitado salto al vacío, su rápida y decidida ejecución cerró con eficacia el debate y cambió el rumbo de una monarquía amenazada por severo desgaste. Seis meses después la Jefatura del Estado ha dejado de ser un problema para convertirse de nuevo en el eje de la estabilidad del país. Asunto cerrado. España, la atribulada España de la crisis, zarandeada por tantos avatares, se merecía un éxito de alcance.
La clave de ese logro reside en la perfecta conciencia del nuevo Rey sobre el papel que le corresponde como autoridad simbólica en la democracia española. Su acceso anticipado al Trono se ha producido por una falla en la ejemplaridad de la institución y el Monarca ha interpretado ese paradigma moral con una exigencia implacable. Desprovisto de poderes reales se ha consagrado a apuntalar el liderazgo intangible de la Corona. Medidas de austeridad, decisiones de transparencia y un rígido aislamiento de cualquier entorno comprometedor han sido los ejes de este semestre liminar del reinado que empezó con una significativa y tajante exclusión de la Infanta Cristina de los actos oficiales de la proclamación de su hermano. Un gesto áspero y categórico destinado a construir un cortafuegos ante el ingrato horizonte judicial que espera al entorno familiar en el año entrante.
«La prioridad consiste en no cometer errores», ha dicho don Felipe en estos meses de asentamiento, sabedor de hasta qué punto la monarquía constitucional es incompatible con los conflictos; su misma existencia la determina el hecho de resolver ciertos problemas en la arquitectura del Estado y por tanto su principal objetivo ha de ser el de no crear otros sobrevenidos. A esa tarea de normalidad se ha aplicado La Zarzuela con velocidad y escrúpulo. La Corona carece de competencias para propiciar, más allá de un limitado arbitraje, soluciones providencialistas. Su misión tiene un carácter integrador que encarna la unidad de los ciudadanos por encima de la pluralidad democrática. Y no se puede cumplir sin el requisito de una ética transparente y de una imparcialidad intachable.
Ese liderazgo moral tiene el miércoles, en el discurso de Nochebuena, su segunda gran prueba de contraste tras el discurso inaugural de junio, al que le faltó un cierto vuelo político en aras de la expresión urgente de compromisos de regeneración. En esa breve alocución navideña se le van a medir, en términos absolutos y comparativos, las palabras, el lenguaje no verbal y hasta la decoración escenográfica. Encapsulado en un universo simbólico, el Rey ha de construir la Historia con los detalles.