UNA RAYA EN EL AGUA
EL DRAGÓN CANSADO
Más denostado que querido y más temido que respetado, Guerra construyó alrededor de sí mismo una eficaz impostura
CON la discreción de un actor de reparto, el papel que siempre aparentó representar sin serlo, se despidió Alfonso Guerra el jueves del Congreso de los Diputados, donde era el único superviviente de la primera legislatura. Otro mutis más en un tiempo de cambios, en la transición silenciosa de la generación constituyente de la democracia. Ha habido tantos Guerras en Guerra –Guerra el histrión, Guerra el omnipotente, Guerra el siniestro, Guerra el ilustrado, Guerra el conspirador, Guerra el melómano, Guerra el escenógrafo, Guerra el aparatchik, Guerra el ideólogo– que ya no sabe cuál es el que se ha alejado tras la última función de Navidad, cuando bajaban lentamente las luces del proscenio. Tal vez un Guerra remansado por el cansancio de la madurez, lúcido de distancia y desencanto; un león aburrido, un antiguo dragón ya sin fuego en las fauces, un yonki de la política rehabilitado.
Siempre más denostado que querido y más temido que respetado, construyó alrededor de sí mismo una eficaz impostura: la del hombre que siempre estaba allí, la del invisible cocinero de la Historia. Falto de empatía para el liderazgo, mucho más ante el carisma demiúrgico de González, asentó su poder sobre el mito del valido maquiavélico para convertirse en un Olivares del felipismo. Él diseñó el gigantesco aparato político de la hegemonía socialdemócrata y su devastadora maquinaria electoral; él aglutinó una corriente de lealtades –el guerrismo– que funcionó como una secta dentro del partido; él inspiró las leyes que subordinaron los controles democráticos a la voluntad omnímoda del Ejecutivo. Pero también fue el coartífice del consenso constitucional y el ejecutor por delegación de las grandes políticas de Estado en los ochenta. Cayó a manos de los suyos por un caso de protocorrupción que Felipe aprovechó para sacárselo de encima; visto desde hoy aquel huertecillo institucional de Juan Guerra era un timo de pícaros, una sisa de robaperas. Sin embargo Alfonso nunca fue el mismo desde entonces; el escándalo del hermanísimo melló para siempre la eficacia de su agrio desdén y le mojó la pólvora del sarcasmo.
El juicio del tiempo agranda sus luces tanto como difumina sus sombras, sobre todo en comparación con la mediocridad sobrevenida en una política enana y jíbara. Guerra pertenece a una generación irrepetible que supo abrir caminos a una nación que despertaba. Hombre leído, inteligente, perceptivo y hábil, decantó con los años su dogmatismo izquierdista y limó sus aristas demagógicas en un pragmático sentido de Estado. Hacía mucho que los suyos no le escuchaban porque su ascendiente no servía sin inspirar miedo; se refugió del declive en la escritura de dignas memorias salpicadas de olvido selectivo. España no ha sabido construir un espacio senatorial para los talentos políticos jubilares, y tipos como él pueden acostumbrarse a todo menos a la indiferencia.