LLUVIA ÁCIDA
MILITANCIAS
Sáenz de Santamaría evitó la parte ceremonial porque está tratando de bajar el perfil para neutralizar las conjeturas sobre su acumulación excesiva de poder
DURANTE su visita a las tropas estacionadas en Herat, la vicepresidenta hizo que suprimieran algunas costumbres castrenses tales como el homenaje a los caídos o el paso de revista. En las fotografías abundan instantes más entrañables que marciales: sonrisas, relajación, colegueo, mujeres de uniforme que pasan consulta en el hospital, y Sáenz de Santamaría llevando abierta una de esas chupas con remoto aire militar que están de moda en ese fragante país de Nunca Jamás para efebos lampiños que es Abercrombie & Fitch. Antiheroísmo de clase media, sin pompa ni liturgias, sin palabrotas posibles, como corresponde a este tiempo distópico en el que hasta la Legión tendrá que aprender a desarrollar sentido de pertenencia sin recurrir al tradicional «mecagüen».
Podría haberse tratado de una muestra de listeza de la vicepresidenta. Trillo y Bono demostraron cuánto puede llegar a hacer el ridículo el civil que trata de impostar la tiesura militar y el timbre vibrante de la arenga. No se puede pasar de covachuelista de partido a Patton con tan sólo unos cuantos ensayos delante del espejo. Mejor no asumir riesgos, pues hasta lanzando vivas puede un político incurrir en la autoparodia, sobre todo si es de perfil técnico y encima los hondureños y los salvadoreños se empeñan en parecerse tanto. Sin embargo, los periodistas desplazados a Herat manejan otra hipótesis. Creen que Sáenz de Santamaría evitó la parte ceremonial porque está tratando de bajar el perfil para neutralizar las conjeturas sobre su acumulación excesiva de poder y no le conviene ahora aparecer ante otra tropa cuadrada además del grupo parlamentario popular. Es decir, que la vicepresidenta temería de repente ser percibida como un «dux bellorum», como Julio César pellizcando lóbulos durante la revista de la Legio X, su favorita, antes de desafiar el mandato senatorial introduciendo gente de armas en el perímetro prohibido. Y, mientras, Rajoy con una copa de vino en la mano y soportando los chistes pésimos de Ignacio González en la cena de Navidad del PP de Madrid. Sin sospechar siquiera, y sin un Catón que lo advierta de ello, qué dimensión está cobrando de repente el rumor de que en el PP hay una tímida conjura para que el partido pegue ya un vuelco generacional que lo incorpore a las inercias regeneradoras de la época.
Hace poco, un político prominente me recordó en los pasillos del Congreso que a él le fue expedido el carné número 1 de «sorayo» oficial. Ésas son las huestes de la khalessi. Las que van conformando en el Parlamento y en la administración dependiente de Moncloa un cuerpo de poseedores del carné de «sorayo» capaz de equilibrar el antagonismo con Génova, donde Cospedal pellizca el lóbulo a Floriano, que ronronea. Así fermenta una bipolaridad que aún mantiene postergada la mayoría absoluta de Rajoy pero que será el espacio de colisión de la siguiente generación popular a poco que el presidente sucumba en el endiablado año electoral que está a punto de comenzar.