VIDAS EJEMPLARES

FUERZAS DE LA NATURALEZA

LUIS VENTOSO

Llega la mayor exposición sobre Elvis y descubres a un perfecto gañán, pero aún así…

HAN pasado 37 años desde su muerte. Pero Graceland, la mansión de Elvis Preysler en Memphis, tal vez el catálogo más perfecto de lo que jamás debe hacer un decorador, continúa siendo una de las atracciones turísticas más visitadas de Estados Unidos. En 2009, en pleno arranque de la crisis, una encuesta de una agencia solvente reflejó que había más estadounidenses convencidos de que Elvis seguía vivo que ciudadanos satisfechos con Obama. Ahora se acerca la Navidad. Como cada año, la exangüe industria del disco empaquetará colecciones de tonadas del Rey, que se seguirán despachando bien en todo el planeta. En cierto modo es verdad: Elvis está vivo. Con pantalones de pata de elefante y capa de lentejuelas, pero es un clásico.

Esta semana se ha abierto en Londres la mayor exposición en Europa sobre el cantante sureño, que se fue el 16 de agosto de 1977, reventado en su templo kitsch de Graceland por sus festejos con los barbitúricos, incluidos restos de diazepam y morfina. Recorrer las amplias estancias del O2 Arena que acogen la hagiográfica muestra resulta sugestivo, incluso para los que tenemos al Rey algo atravesado, debido a la sobredosis de películas hawaianas con que TVE atormentaba nuestra infancia. Entrando en el museo preysleriano, lo primero que sorprende es constatar los humildísimos orígenes de un muchacho que con solo 21 años sería un ídolo mundial, el mesías de una revuelta pacífica, cuyas improbables armas eran el ritmo, la sensualidad y un tupé móvil. La casa natal de Tupelo, construida con cuatro tablas por el bala de su padre, la catalogaríamos de chabola en la España de hoy. El niño Elvis era muy rubio. La industria lo obligó a teñirse el pelo; el abrillantador lucía mejor sobre negro. Las fotos del chaval con sus padres muestran a una familia rural del Sur profundo, blancos que llevan la vida cruda y de poca escapatoria de los negros. Elvis estudió hasta los 13 años y se puso a trabajar. En realidad solo tuvo una escuela: la Iglesia, el gospel, la música espiritual del templo protestante. Eso cambió su sino. Observó atónito cómo los negros entraban en trance con el ritmo y aprendió a hacer ese viaje. Una cara guapa, una voz dúctil y maravillosa, y un manager listo y aprovechado (el malévolo coronel Parker) hicieron el resto.

Lo segundo que asombra en la exposición es lo patológicamente hortera que era el bueno de Elvis. La muestra omite todo perfil controvertido (su triste declive artístico en el circuito de los casinos, su cínica relación con las drogas, que consumía copiosamente mientras pedía a Nixon que le diese una placa de agente antinarcóticos, su desinterés por la creatividad). Pero no escatima ni uno solo de sus objetos. Todos resultan ser del género delirante: el teléfono de su dormitorio tiene que ser ¡de purpurina dorada!, para pasear por su jardín opta por carritos de golf Harley Davidson, los coches son descacharrantes, la ropa merecería encerrarlo en Alcatraz. Un parque temático de lo que es un nuevo rico.

Ah, pero de repente, en una de las pantallas proyectan una actuación del Elvis crepuscular. Patillas de hacha, sudor a litros, el terrible traje de lentejuelas… Está ya en su fase terminal, y sin embargo, hay algo que te atrapa por completo. Es un artista. Como Messi cuando le das un balón, como la vieja Kate Moss cuando aún sale a culebrear, como Jack Nicholson cuando compone su mueca de siempre… Pero por favor, no los saquemos de lo suyo. En Graceland vivía un rústico que cantaba bien. No un profeta.

Claro, que aún así…

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