CAMBIO DE GUARDIA
LA DESMEMORIA
Quedarán kilos de papel viejo. Mucho polvo. Y habrá que hacer limpieza. Y olvido
En recuerdo de
Julio Cerón
«TRATO de que la muerte no me llegue en silencio…». El destino de Publio Ovidio Nasón está cerrado ya cuando escribe eso. No, el rencor de Augusto hacia el poeta no va a permitir que su voz retorne a Roma. Él, que amó sólo la Ciudad, sabe qué significa este destierro: agonía en el confín abrupto del Imperio. Hasta el final. Y, epicúreo, eso lo consuela: «al menos el que pereció no puede ya morir».
Tanta belleza, ¿cómo se pudo escribir tanta belleza para no ser leída? Ovidio se ha encerrado a cincelar sus más refinado versos en la salvaje soledad de la tierra de los getas, donde decir libro no significa nada, donde nada dice escritura. Ha ido enviando esos Cantos tristes, sobre aleatorias naves que cubren la logística de las legiones. Sin esperanza de que alguna arribara a su destino. Lanzar una botella con su mensaje al inmenso océano, hubiera sido menos loco que esperar que un día Augusto se dignara poner los ojos sobre los versos del poeta maldito. Y él, Ovidio, lo sabe. Y escribe, y va enviando a la nada líneas que están entre lo más hermoso que haya hecho jamás un hombre. Para nada.
Se escribe para nada. O no se escribe. Y da lo mismo lo uno como lo otro. Es lo que piensa, en esta tarde de domingo lluvioso madrileño, el hombre que ha deslizado un momento la yema de sus dedos sobre el polvo que dejó, junto al hueco de las Tristia, un viejo libro de Julio Cerón. «Trato de que la muerte no me llegue en silencio...». La botella lanzada al mar inmenso por un poeta romano abandonado entre los bárbaros, llegó, de tumbo en tumbo, de nave en bodega, de abandono y olvido en hallazgo y recuerdo, hasta este almacén de papel escrito al cual un hombre del siglo XX llamó su biblioteca. Un milagro. No. Un vendaval de incesantes milagros que puntean veinte siglos, inunda al hombre al leer, en voz apenas audible, el arrebato de verdad de un poeta seguro de escribir para no ser leído: «Así de lamentable es mi estado cuanto el de mi poesía…, yo mismo soy mi propio argumento».
De aquel poeta que se llamó Ovidio, nada más se sabe. De Cerón, muy poco. A uno lo olvidó Augusto. Nosotros borramos al otro. Las Tristia dan cuenta de la melancolía de haber pasado por todo sin dejar rastro. La elegancia de Cerón le eximió hasta de contarlo. Hay un par de ediciones de las Tristia en esta biblioteca. Ovidio hubiera sonreído de quien quisiera ver en eso un consuelo. Y hay un minúsculo libro de Julio Cerón.
Un vendaval de errores improbables trajo a esta biblioteca el volumen que Ovidio supo destinado a la nada. Ha sido un don de dos mil años. Cerón llegó ya tarde. El hombre, ante sus libros, sabe que nadie sabrá nada de esta biblioteca cuando su tiempo expire. Y, con él, el tiempo de la última tribu que rindió culto a la lectura. Quedarán kilos de papel viejo. Mucho polvo. Y habrá que hacer limpieza. Y olvido.