Universidad indescifrada (y II)
AL orden cotidiano de la vida universitaria pertenecen hoy vivencias o aconteceres tan imprevistos como la irrupción de un bedel en el aula a primera hora de la mañana para informar de un coche mal aparcado que estorba y debe moverse. ¿Por qué no se llama a una grúa? El bedel nos tutea a gritos, la conductora —cabe la puerta— sonríe con sorna, desaparece y usted prosiga la clase como pueda. Otro día cualquiera llaman a la puerta, acaso un alumno tardío, y con sonrisa estudiada otro bedel enarbola un papel que acaba de llegar, y armado de chinchetas se dispone a clavar la nonada en el corcho y a charlar si se tercia. «Déjelo ahí, por favor.» ¿Qué más? Aunque nadie sabe por qué, las limpiadoras abren y cierran la puerta de nuestra aula de vez en cuando. Y como las clases duran todos los minutos posibles, las colegas nos envían mensajes, si no vienen ellas mismas, para dar noticias a los estudiantes en medio de la lección, y ni siquiera vale «termino en seguida» o «te los dejo en diez minutos».
Cuando, no hace mucho, el Ministerio de Educación subió la nota de 5 a 5,5 para obtener beca, una muchacha gritó al modo de los debates de la televisión: «¡Van a pedir un diez!» Le argumenté que un diez no exigen ni en la Universidad de Harvard; que las antiguas becas en bachillerato, requerían un notable de media; que sus tasas de matrícula apenas cubren una mínima parte de una educación que corre por cuenta del contribuyente, tenga o no hijos en la universidad, lo que parece poco equitativo; que para alcanzar una beca superior hay que demostrar algún esfuerzo, y un cinco revela muy poco para disfrutar de una educación que es muy cara. Y ya que hablamos de estudiantes. Cumpliendo deberes propios, tras advertir a una chica que es ilegal fotocopiar libros, no volvió más, ni volvieron sus compañeras en prueba de solidaridad. ¿Cómo se me ocurre cuestionar una vigencia común? Aprovechar el ejemplo para que comprendan que una imbecilidad repetida por dos mil personas sigue siendo una imbecilidad, no sirve.
Este es el ambiente de dentro. Afuera, puntualmente sacadas de su quicio, de su fecha, hay fiesta continua: las nuestras de toda la vida y, por si no bastaran, algunas se importan. Así, los que se inventaron la fiesta de la cerveza para no ser menos que los alemanes de Múnich. Por entre esos días cayó la Fiesta Nacional en domingo, y se pasó al lunes; luego vino Halloween. Y la Navidad —que antaño se divisaba después de la Inmaculada— los comerciantes nos la hacen saber hogaño desde octubre; y al fin de abril leímos en la prensa local la promesa de que la Policía impedirá el anticipo de las Cruces. Nuestro curso universitario era más breve, pero más auténtico quizá, de lunes a viernes, y las fiestas de guardar se guardaban en su quicio; es decir, no nos desquiciaban.
El aula caliente o fría, la clase interrumpida, el estudiante asténico, la fiesta constante y fuera de lugar, el tuteo fácil y la jerarquía abatible: todo esto, que ha sucedido sin parar, es una torpeza contumaz. Es tan extraño, que los padres jóvenes se asombran en Francia al ver la obediencia de aquellos niños, cuando debieran asombrarse en la patria del abandono del «mos maiorum». El taxista distingue en seguida entre nuestros pequeños salvajes (la expresión es suya) y el autocontrol del niño extranjero. A mi modo de ver, estalla ante nuestros ojos la bomba de relojería consensuada desde tiempo inmemorial en colegios e institutos contra el director profesional vitalicio. Que si el alemán o francés aparece como tal en la guía telefónica, el Diccionario académico habla del director de la empresa, de la investigación, e incluso de la directora de cine y del director espiritual; pero brilla por su ausencia director, ra escolar, porque la dirección «light» vigente es una vergüenza impresentable.
En fin, el tuteo, primero interindividual y convenido con algunas personas y de repente casi brutalmente instalado entre profesores y alumnos y subalternos, se justifica «para evitar tensiones», como se dice con una cara de patio de Monipodio. No pocos profesores de instituto o de universidad reconocen en privado su claudicación, pero aún somos bastantes los que usamos el sistema multisecular. Viendo al médico joven y accesible, un colega de cierta edad creyó que podía tutearlo, cuando de pronto el galeno zanjó: «¡Siéntese usted!»