UNA RAYA EN EL AGUA

LA NÓMINA

IGNACIO CAMACHO

Si queremos gente competente en la alta Administración hay que buscarla en el mercado y pagarle en consecuencia

LA crisis y la quiebra de las clases medias han traído a la sociedad española un cierto miserabilismo mental en su relación con el dinero, sobre todo con el de los demás. Pariente del viejo pecado nacional de la envidia, que parecía arrumbado cuando nos creíamos nuevos ricos, este sentimiento oscuro cristaliza en un efecto constante de agravio comparativo y en la necesidad de comparar el sueldo propio con el ajeno. Con su proyecto de salario máximo, Podemos ha activado hasta el fondo ese resorte resentido por el que un empleado se consuela de ganar poco si a su jefe le bajan la nómina. El recelo se vuelve pasión morbosa cuando se trata del ámbito público, donde la fobia antipolítica ha generalizado la desconfianza hasta el paroxismo. Con el escrutinio que permiten –ya era hora– las nuevas leyes de transparencia, el español cabreado y empobrecido puede dar rienda suelta a su reconcomio contra esa maldita casta que se lo lleva crudo.

Sin embargo en la política no hay modo honrado de enriquecerse. Al trabajador despedido o al funcionario de pagas recortadas le pueden parecer un exceso altisonante los sueldos de la alta Administración o las Cortes –«chollos», «bicocas» y demás semántica de la mezquindad– pero son más bajos que la media en directivos de grandes empresas. El dirigente político debe cobrar según su responsabilidad y en ese sentido es casi una ignominia lo que gana en España un presidente del Gobierno; más aún si se mide en relación con sus propios colaboradores. Al resto de la nomenclatura no hay que compararlo con lo que gana un currito sino con lo que podría percibir en el sector privado. Y ahí sí hay tela para cortar trajes porque la mayoría de nuestros cuadros de cargos públicos no pasarían una entrevista en un headhunter de élite. Ése es el verdadero problema junto con la proliferación injustificada de personal de fontanería palaciega, una pléyade de pretorianos y asesores incrustados en el presupuesto para aconsejar a sus jefes cómo deben equivocarse.

El portal «transparente» del Gobierno deja ver un organigrama poco funcional, sobrecargado de subalternos y con demasiadas cesantías y subvenciones. Una visión incompleta sin el correlato de las autonomías, diputaciones y ayuntamientos, que es donde funciona a todo trapo la gran máquina de colocar que es el poder. Pero aunque el grueso de la opinión pública cargue las tintas con el presunto desparrame salarial, que no es suntuoso sin ser austero, lo que hay que preguntarse es quién queremos que vaya a la política a dirigir nuestros destinos. Si deseamos gente competente y capaz hay que buscarla en el mercado y pagarle en consecuencia. Da la impresión de que la sociedad prefiere una dirigencia de mediocres, en coherencia con el clásico imaginario funcionarial español. Seamos cicateros, pues: quizá un país con mentalidad de pobre merezca una política de muertos de hambre.

LA NÓMINA

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