UNA RAYA EN EL AGUA

«PENTIMENTO»

IGNACIO CAMACHO

López pinta durante veinte años un Rey y al terminar el cuadro le salen dos: el otro lo ha pintado la Historia

EN los veinte años que ha tardado en pintar a la familia de Juan Carlos I, a Antonio López se le han multiplicado los reyes dentro del cuadro. Se le ha ramificado también la dinastía en un árbol de generaciones que ha tenido que dejar fuera del lienzo a costa de menguar el valor documental de una obra en la que no es posible, como en el retrato grupal de Goya, intuir en la mirada de un niño el morbo retrospectivo de una tragedia nacional presentida entre los demonios corales de la Historia. López, pintor de paisajes fríos, de calles deshabitadas en horas indecisas, de escenarios desnudos de gente y de alma, ha congelado a los Borbones del final del siglo XX en una atmósfera sin tiempo, con la marmórea pátina gris de un grupo escultórico. Pero mientras tejía y destejía su obra como un manto de Penélope, con la minuciosidad escrupulosa y detallista con que ha atrapado la luz cambiante de los membrillos o las sombras de un edificio entre los claroscuros del día, el tiempo real le ha movido la foto y le ha calentado la vida en el microondas de la aceleración histórica. Y ya no hay en esa familia un Rey, sino dos, y el estatus oficial del quinteto ha mutado entre un oleaje de decretos y avatares que han transformado el reparto de los papeles simbólicos de la Corona. Al final, el cuadro esperado resulta casi una sinfonía de ausencias y presagios que guardan en su composición transparente, en esa pastosa luz azulada y grisácea que se le apareció al artista a las 13:48 horas –así consta en la tela– de un día indeterminado, el secreto impreciso de una crisis de régimen o de época.

La clave de esta pintura ya imprescindible es para la mirada actual –otras generaciones la verán de distinto modo– su carácter de historicidad compartida, el guiño memorial que sugiere al espectador contemporáneo, que contempla la gélida escena inmóvil, encapsulada en un pliegue del tiempo, desde la certeza diacrónica de su desenlace. No importa tanto lo que está en la tela como lo que sabemos que falta: el divorcio de Doña Elena, el escándalo de Urdangarín, la boda de Don Felipe, el nacimiento de las nuevas Infantas, y finalmente el vértigo de la abdicación, que es lo que proyecta al cuadro en el presente con un aura intangible de complicidad retroactiva. Como en el célebre relato de Cortázar sobre la fotografía que en el revelado muestra una secuencia distinta a la captada por la cámara, López pinta a un monarca y al terminar el retrato le salen dos; el otro lo ha pintado la Historia. Quizá por eso nunca debió terminar la obra; su larga gestación acaso merecía un destino de inconclusa eternidad que fuese la metáfora plástica de la propia limitación del arte ante el desafío de una realidad en constante cambio. Y que dejase sobre el caballete del pintor, pendiente de una última pincelada imposible, el indeciso pentimento de nuestra frágil memoria.

«PENTIMENTO»

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