LA CERA QUE ARDE
Hubo un tiempo
Hubo un tiempo en que cuando Rosa Aguilar salía de sus ejercicios espirituales, Paco Tejada tocaba a maitines
HUBO un tiempo en que cuando Rosa Aguilar salía de sus ejercicios espirituales, Tejada tocaba a maitines. La gente mutaba con total naturalidad en aquella Córdoba del progreso conservador: un taxista podía alardear de foto de Franco en el móvil y cantar el Cara al Sol con unos cuantos cacharros de bifíter alrededor y a la mañana siguiente levantarse en las listas de la izquierda unida y rejunta. Yo solía ver esas cosas y salía a correr, me enfundaba unas mallas y tiraba para alguna zona limítrofe que con un cartel verde me dijera Provincia de Badajoz, Provincia de Jaén o incluso Provincia de Sevilla y no me hubiera importado, ya que tienen aeropuerto no inundable sin parcelas baliza, como el de Málaga, otro territorio al que huir a veces. Pero siempre regresaba porque mis piernas solo dan para una carrera nocturna popular y tengo hernias discales y mentales, además de ser cordobés de nacimiento y eso marca. Ya te digo si marca. Estoy atrapado en una ciudad y un tiempo, o varios momentos que me han llevado a ver a un torero casi autista a pregonar una Semana Santa, porque aquí puede pasar cualquier cosa. En la época en que Rosa impartía teología y risas peroleras, su rival y ahora compañera Carmen Calvo solía defender la Catedral y su Patrimonio sin más cargo de conciencia ideológico que el que el rosismo pudiera tener por las naves industriales de generación espontánea.
El laicismo de entonces era un laicismo de comidas con don Miguel y de préstamos a un interés muy cómodo, como acomodados andaban los hijos de los laicistas en puestos que los hijos de los obreros no hubieran olido ni así siete cayoslaras hubieran venido en su ayuda de pose e impostura. De hecho, los laicistas se sentaban en el consejo de administración y sus sillones de piel para ver si el panorama financiero era de poniente o de levante, que finalmente fue del norte porque la deriva los llevó a los acantilados del Guadalquivir, donde saltan la nutria y los patos malvasía.
Después estaban los intelectuales: hablaban poco porque tenían el abono completo del Gran Teatro por el módico precio de Lóreal, o sea, porque ellos lo valen, y hacían pocas incursiones en ningún discurso que no fuera más allá de las operaciones gratuitas de cambio de sexo, el matrimonio del tercer género, el picor del ojo negro y el rascar del escroto acomodado en el sillón de la cátedra repleta de becarios, de esos que antes no eran explotados sino sodomizados virtualmente.
Escribo de esta manera porque no suelo ver Mujeres, Hombres y Viceversa, como ustedes comprenderán, pero sí conozco sus riesgos, como conocí los riesgos de permanecer en la ciudad que acabaría convirtiéndose en la capital supra-americana del flamenquín más largo del planeta. Porque hubo un tiempo en que los laicistas no existían apenas pero sí la oposición, que ha acabado convirtiéndose en una escuela de hostelería. Y así nos vemos, con los papeles cambiados, la lucha obrera en el Patio de los Naranjos y el neoliberalismo con forma de velador en la acera. Hubo un tiempo en que no sospechábamos todo ésto ni de lejos.