LA FERIA DE LAS VANIDADES

CONFIESO QUE HE VIVIDO

FRANCISCO ROBLES

La Casa de las Dueñas, un nombre la mar de apropiado para la que fue ama y señora de su propia vida

EN los relojes sonó la hora definitiva. «Todas hieren, la última mata». Atrás quedó el patio mudéjar, el limonero donde el poeta cifraba el olor perdido de su infancia, la magia de la pintura y el volumen tasado de la escultura, los libros incunables y acunados en los anaqueles donde empezó a cumplirse el epitafio prematuro que se escribió Borges. «Hay una línea de Verlaine que no volveré a recordar». Y un trémolo de guitarra que no volverá a competir con el sonido limpio de la fuente. Y un golpe de seguiriya sobre el mármol o la madera que sonará hondo, muy jondo, como sólo pueden resonar los «soníos» negros del cante que nace en la fragua del escalofrío.

En los relojes, las agujas se volvieron puñales de seda. O chales de mercadillo. Porque esa mujer combinaba los títulos con los titulares de prensa, y la moda de París con las prendas que venden los chinos. Lunas y lunares. Gazpacho y caviar. Cocido de calabaza y habichuelas alternaron con la «nouvelle cuisine». Un jesuita docto y un funcionario de sueldo pelado y mondado. Como si fuera la sombra femenina del Tenorio, subía a los palacios y bajaba a las chozas sin que le afectaran la vanidad ni la miseria. Convidó a los vecinos del barrio cuando se casó. Y en los bares estaba tan a gusto que parecía una más de la clientela.

En los relojes, el tiempo que no se detiene ante linajes ni fortunas. Si en esta Andalucía del Régimen hubiera un poquito de paladar, la televisión pública habría rodado una serie con su vida. Porque su vida es el espejo donde se refleja la historia de España. Tres cuartos del siglo XX bien despachados, y los primeros pasos del XXI. Ahí está todo lo que pasó en esta nación convulsa y envidiosa, sangrienta y sin embargo luminosa. Ahí la orfandad y la viudez, el exilio interior y el cambio de tercio que la convirtió en una rebelde con causa y con casa: la Casa de las Dueñas, un nombre la mar de apropiado para la que fue ama y señora de su propia vida. Por eso la admiran los limpios de corazón, y por eso la envidian los que no son capaces de tomar las riendas de su existencia.

En los relojes, el «tempus fugit» marcando el compás de la soleá que nos deja a solas con nuestra propia muerte. Las calles llenas de gente que acude sin que nadie la obligue. Gente que hace cola para despedirla en el salón de plenos de un Ayuntamiento democrático. En su día la insultaron cuando fue a recoger un título que no heredó, o eso pretendían los que siguen corroídos por la insana envidia que nutre su resentimiento. De todo aquello hace tanto tiempo que la memoria se ha quedado estancada en la niebla del olvido.

En los relojes, la última hora. Y en sus labios, la confidencia que se perdió en el aire de este noviembre que se disfrazó de abril. Su última confesión. Sin dolor de corazón. Sin arrepentimiento. Y sin el propósito de enmendar ese pasado que ya está forjando su propia historia. No se lo dijo a nadie. Se lo dijo a sí misma. Con ese silencio tan propio de la ciudad que eligió para morir. No hace falta escribir su nombre, porque aquí nos conocemos todos. Basta y sobra con reseñar las cuatro palabras que resumen su paso por este mundo: confieso que he vivido.

CONFIESO QUE HE VIVIDO

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