El camino de un paisaje desde la admiración hasta el conocimiento

La ciudad de Abderramán III busca el sello protector con el reto de mejorar su conservación y difusión así como limpiar aristas urbanísticas

El camino de un paisaje desde la admiración hasta el conocimiento

LUIS MIRANDA

SERÍA cursi llamarla bella durmiente, que reposó muchos más años que cien, y porque además nadie dejó que tuviera su sueño en paz, sino que a cada rato se expoliaba la piedra de sus casas, los capiteles de sus edificios. Nada raro en la historia en que los restos de una pared sirven para levantar la siguiente, aunque hubiera sido la tapia más hermosa del mundo.

Tampoco se puede decir que haya despertado del todo, sino que vive en una duermevela, una convalecencia de mimo y de cuidados, a la espera de poder recuperar del todo un esplendor que fue breve porque deslumbró a una gran parte del mundo, o quizá viceversa. El caso es que el meridiano de la historia, que un día la tuvo como capital y como el lugar del que dependía el equilibrio político internacional —eso que hoy se llama geoestrategia—, ha vuelto a fijarse en Medina Azahara, que ha empezado a enfilar las curvas del trabajo para ser Patrimonio de la Humanidad.

La Mezquita-Catedral es el alma de Córdoba y la historia escrita sin cesar desde hace más de doce siglos. El Casco Histórico es la palabra en cal de los quehaceres y la inmutabilidad de una esencia que no se ha perdido. Los Patios son la frescura de una tradición, y todavía se podrían añadir mil analogías y tres mil metáforas de cada una. Sin embargo, Córdoba todavía no ha decidido qué piensa y cómo ve a Medina Azahara, tal vez porque la vida de las ciudades se cuenta por siglos- Aquella que nació como colonia patricia muchos años antes de Cristo entiende que el tiempo de convivencia consciente con su «hermana menor», porque eso fue en un principio, apenas suponen 60 años de esplendor y poco más de cien de trabajo para conocerse.

El término municipal dice que no hay que salir de Córdoba para estar en Medina Azahara, pero la distancia a la ciudad de 120 hectáreas que construyó Abderramán III como su capital de califa, y donde escenificó un poder asombroso, es mucho más mental que física, sobre todo para los cordobeses. En su recordada novela «El mozárabe», Jesús Sánchez Adalid sitúa cada capítulo en la fecha y el lugar, y distingue entre Córdoba y la que él llama Zahra. Son dos ciudades distintas, con sus murallas, sus alcázares, sus mezquitas aljamas y sus habitantes. En esta aparente debilidad, en esta comprensión que hay que remediar, puede estar también la fortaleza.

En Pompeya fueron las cenizas del Vesubio, en Medina Azahara las guerras civiles, la ambición de Almanzor y la debilidad de los últimos califas. El caso es que para el patrimonio el esplendor y el dinero no siempre son buenos para conservar el pasado: casi siempre ocurre que estabilidad y dinero borran las señales anteriores. Medina Azahara se empezó a construir en el año 936 y para 945 ya vivía allí Abderramán III, con un ritmo constructivo brutal. Las crónicas hablan de 6.000 sillares al día, y las evidencias hablan de que no sería demasiado exagerado. Se utilizó como corte califal hasta los últimos años del siglo X. Poco más de sesenta años. Luego llegaron saqueos y más tarde un expolio sistemático que llevó sus piedras por toda Córdoba, desde el vecino monasterio de San Jerónimo hasta cualquier casa.

Pero salvo algunos pequeños asentamientos puntuales, nadie vivió allí. Después, no hubo reconstrucción. La «ciudad brillante», que es lo que significa su nombre en árabe, desapareció al mismo ritmo que se había creado y a unos cuantos kilómetros, Córdoba quemaba con tranquilidad etapas de la historia.

Cuando en 1836 Al-Maqari identificó el lugar donde estaba la ciudad de la que hablaban las crónicas, nada había alterado su fisonomía. Desde el aire todavía se ve el dibujo fiel de Medina Azahara: un rectángulo imperfecto de 1.500 metros por 750, que dormía debajo de la tierra a la espera, como el arpa de Bécquer, de alguna mano que supiera interpretarlo. Nunca la palabra ruina fue menos exacta, ya que en su desastre estuvo también su salvación.

En su conservación está el aval con el que Medina Azahara va ante la Unesco: una ciudad islámica intacta en Europa. Lo que Ricardo Velázquez Bosco comenzó a excavar en 1911 fue un viaje en el tiempo, y en la Unesco no hay muestras de nada así. Porque Medina Azahara no son sólo piedras, es también un paisaje idílico en el que se integra casi sin llamar la atención —salvo la hojarasca de las casas ilegales—. No por capricho los jerónimos apellidaron a su monasterio «de Valparaíso».

Sin embargo, y por mucho que dentro de al menos tres años consiga la placa de bronce que lucirá a la entrada, todavía tendrá que ganarse esta «ciudad brillante» el derecho a ser cordobesa, como si no se le perdonara a Abderramán III que hubiera hecho su corte de califa tan lejos de ella. No han faltado esfuerzos de la Administración para ello. En 2009, tras una fuerte inversión de la Junta, la Reina Doña Sofía inauguró el Museo de Medina Azahara, un centro de interpretación que ayuda a comprender lo que se conocerá. La crisis o una cierta debilidad a la hora de vender el producto han hecho que Medina Azahara nunca haya vuelto a ser lo que fue en el año 2001, cuando la gran exposición «El esplendor de los omeyas cordobeses».

El trabajo para ser Patrimonio de la Humanidad implica años de esfuerzo, burocracia y diplomacia, y en este tiempo, más que esperar en su ladera de ensueño, Medina Azahara tiene la necesidad de viajar hasta la gente. Se despierta del letargo con el cuidado de muchos médicos y enfermeros, que no quieren levantarla de golpe, sino a base de cuidados que buscan que además de visitarla se le conozca, se sepa del deslumbramiento al llegar al Salón Rico y se pase por el asombro de los grandes arcos que dan acceso al alcázar.

La arqueología es un libro que se escribe con metáforas, y es necesario que todo el mundo, desde el profesor hasta el encargado de almacén, sean capaces de imaginar en las piedras y en las paredes lo que pasó en aquellas tierras hace más de un milenio.

Tampoco muchos la han respetado. El yacimiento ha vivido a la sombra de las parcelaciones ilegales que crecieron en los años 90 con descaro en la Vega del Guadalquivir, y que amenazaron su paisaje. Más de 200 viviendas se surgieron como setas hasta que en 2003 el manto protector de las leyes patrimoniales se extendió casi al borde de la carretera de Palma del Río para impedir dos operaciones especualtivas: que siguieron floreciendo casas como malas hierbas y que cuajara un extraño parque temático entre chilabas y cajas registradoras. Las parcelas siguen ahí, y solución a su impacto se antoja complicada.

Quien ha esperado mil años todavía podrá hacerlo algún lustro suelto y sobre todo lo conseguirá con placa de bronce de la Unesco o sin ella, que no hace falta cuando la verdad está escrita, pero no tendrá perdón que la ciudad construida para asombrar al mundo no lo vuelva a hacer. Habrá que evitar la tentación de reescribir la historia, pero la verdadera meta de este camino tiene que ser que la ciega ambición de Almanzor no triunfe sobre la exquisita moderación científica y literaria de Alhakén II.

El camino de un paisaje desde la admiración hasta el conocimiento

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación