UNA RAYA EN EL AGUA
EL PADRE JORGE
Una denuncia de abusos. Un Papa al teléfono de un joven atormentado. Quizá no sea suficiente pero vaya si era necesario
LEYÓ la carta, le pareció grave –lo era–, agarró el teléfono y tecleó el número. El asunto tenía mala pinta; más que turbio era indecente. Un muchacho de Granada contaba con detalles prolijos una sórdida historia de abusos sacerdotales. Quizás el Papa mandó investigar antes, chequear con discreción la verosimilitud del relato; el caso es que llamó. Directamente, sin pasar por gabinetes ni ayudantes ni secretarios. Cuando cualquier monterilla de pueblo, cualquier carguete público de medio pelo ordena sus llamadas a una secretaria y se queda esperando sin hacer nada a que le localicen al interlocutor y se lo pasen, sólo para impostar rango y sentirse importante, el Obispo de Roma se salta los intermediarios y marca con sus propias manos.
—Buenos días. Soy el padre Jorge. Me gustaría hablar con…
El padre Jorge. El jefe de la Iglesia, el vicario de Cristo, se siente todavía el párroco que fue en los suburbios de Buenos Aires. El cura que escucha, el clérigo de barrio. Y si no se siente lo hace sentir a los demás. Da igual si es un genio intuitivo de la comunicación, un consumado experto del efectismo populista, o si se siente de veras más cómodo en la cercanía humilde de sus tiempos pastorales. El caso es que conoce la importancia de la sencillez como un valor imprescindible en este tiempo de falsas solemnidades, de apariencias huecas, de escalafones y protocolos artificiales. Y barre la hojarasca del formulismo con una naturalidad demoledora.
Un joven atormentado por una experiencia devastadora de dolor íntimo. Un caso inaceptable de deshonestidad, de corrupción sexual tal vez organizada. El silencio más o menos displicente de las instituciones jerárquicas, la sensación humillante de encubrimiento y asfixia. Una carta poco esperanzada al Vaticano. Y un Papa que la lee y llama. Para confortar a la víctima, para verificar su sinceridad, para informarse de primera mano. Y que se toma en serio –órdenes tajantes, pesquisas severas– no sólo el drama de soledad y de sufrimiento de un creyente sino la gravedad de una plaga moral que corroe la cohesión y el prestigio de la Iglesia.
El Papa Francisco, el padre Jorge, está decidido a cambiar con su ejemplo el estilo hierático de la tradición pontifical romana, del entramado curial que dobló el pulso a un Ratzinger intelectualmente deprimido y políticamente sobrepasado. Acaso no pueda lograrlo sólo con sus acogedores gestos de cercanía simbólica ni con sus discursos a veces simplistas sobre una realidad mucho más compleja que el horizonte de un párroco. Pero tiene la frescura de la humildad y una llaneza empática. La fuerza radical de una humanidad servicial, modesta, cálida. El liderazgo de las emociones y los sentimientos en un mundo de enfática afectación del poder. Un Papa al teléfono de un feligrés abrumado. Tal vez eso no resulte suficiente pero vaya si era necesario.