PECADOS CAPITALES

CAYETANA

MAYTE ALCARAZ

En la España de lenguas de vecindonas, la Duquesa es un ejemplo de autonomía moral

YO soy de Cayetana Fitz-James Stuart. Decir eso suena como si alguien es del PP, de los culebrones, o del Atleti. Pero inspira más la noble más desacomplejada que ha pisado palacio, mitad flamenca, mitad hippie, que la hartura política nacional retransmitida por plasma. Ahora que se apaga en la Casa de Dueñas donde ya no maduran los limoneros –secos de tanto amargar a España–, ahora que hasta los versos sueltos de la política no son ni estrambotes, me declaro admiradora de la mujer que ha conseguido hacer siempre lo que su aristocrática gana le ha dictado. Lo mejor de la Duquesa de Alba es que nunca ha escuchado lo que dicen las lenguas de vecindonas que en España hacen horas extraordinarias por dos perras chicas. Si ni los reparos familiares lograron calzarle las pantuflas de abuelita noble, menos ha concedido Doña Cayetana a las comadres que zurcen su vida con retales de otras. Por eso me enamoró su resuelta decisión de desposar su largo crepúsculo con un cincuentón de buen ver, con más cara de funcionario gris que de cazafortunas de libro.

Si la Duquesa –me malicié entonces– hubiera sido Duque, la complicidad social hubiera arropado su matrimonio tardío con una mujer más joven con el selectivo manto de la comprensión. En ese caso, las crónicas hubieran contado alborozadas que a dos telediarios de la tumba, un hombre halla en el desahogo de su retina el dulce tránsito al otro mundo. La mismísima Duquesa ha sido vecina en las portadas de «Hola» de decenas de señores de cartera en pecho, casados con jóvenes muchachas sin que se haya oído una lengua más alta que otra. Sin embargo, a ella le dijeron de todo. Por fortuna, lo más que consiguieron sus detractores es que se hiciera un collar con sus dientes retorcidos.

Hay algo sugerente en su comportamiento desacomplejado que pocos son capaces de copiar en un país de complejos y medianías. Dicen sus enemigos que su patrimonio le ha consentido ser iconoclasta. Sin embargo, otras estirpes, pudiendo marcar territorio, solo consiguieron confundirse con el anodino paisaje. La metáfora de los últimos momentos de Doña Cayetana, renuente a dimitir de la vida en un frío hospital, dibuja una personalidad contundente, de una fortaleza moral envidiable en los tiempos del cólera que vivimos. En esta España mezquina y criticona, la Duquesa es un ejemplo de convicción frente a lo políticamente correcto y a los convencionalismos al uso. Le ganó la partida hasta a los amigos de Sánchez Gordillo que quisieron colocarle una diana en la frente para dirigirle dardos inflamados de ira social. Defensora a ultranza de la Monarquía española, acudió incluso a Don Juan Carlos para que le ayudara a vencer la resistencia de sus hijos a su última boda. Y siempre tuvo una palabra amable con la institución que, pese a los errores recientes, ha liderado la España democrática sobre la que ella bailaba descalza, como quien se descubre ante un Santo.

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