UNA RAYA EN EL AGUA

EL MAESTRO DEL LOGOS

IGNACIO CAMACHO

Emilio Lledó genera el antiguo respeto de los sabios capaces de encender las luces de la razón con la palabra

EN este tiempo de charlatanes y hechiceros conviene escuchar a los filósofos. A los filósofos de verdad, no a esos agitadores de ideas unívocas como Oriol Junqueras, cuya impostura ha logrado seducir al comité de la revista Foreign Policy que selecciona a los pensadores (?) del año. El pensamiento de Junqueras cabe en un tweet y sobran caracteres; se limita a elucubrar falacias sobre la mitología de la secesión, siempre tan tentadora para cierto periodismo anglosajón que ve a todo independentista vestido con la falda de William Wallace. La filosofía es otra cosa, incluso en esta posmodernidad tan dada a celebrar lo que Kundera llama la fiesta de la insignificancia. Es la meditación serena sobre la complejidad del saber, la reflexión sobre el valor de la ciencia y de la ética, la indagación fenomenológica de los sentimientos afectivos, el estudio minucioso y ponderado de las claves de la belleza y del lenguaje. El esfuerzo intelectual que depura de banalidad la esencia de la educación y la cultura.

Emilio Lledó es un filósofo de esa filosofía imprescindible. Un hombre que genera a su alrededor el antiguo respeto de los sabios capaces de encender luces de la razón con la palabra. El logos. Un intelectual en el sentido prístino del buscador de conocimiento, del observador curioso e inconformista que jamás se resigna a la superficialidad de las apariencias. Un perseguidor de matices y ecos entre la uniformidad aplastante del ruido contemporáneo. Un escritor limpio, terso y versátil, de una profundidad tan transparente como su rigor moral, de una claridad tan serena como su criterio, de una madurez tan sólida como su inteligencia. Un maestro humanista de vocación generosa y paciente dedicado a transmitir los valores intangibles que dan sentido a la verdadera felicidad.

A Lledó, sevillano del 27 que un día emigró a Alemania con una maleta de cartón para encontrarse con los secretos de las viejas universidades luteranas, le dieron ayer el Premio Nacional de las Letras. Aceptó la distinción sin dudarlo un instante. Su progresismo liberal y su lucidez crítica distan años luz de los postulados del poder y las tribus sectarias aplaudirían un rechazo sobreactuado con las habituales diatribas contra los recortes culturales o la arrogancia del ministro de turno. Ese tipo de displicencias vanidosas siempre tienen una parroquia agradecida. Pero don Emilio ya viene aplaudido de casa. Ha vivido mucho y leído demasiado para ignorar que la sabiduría real no necesita adornarse con la descortesía fácil, la demagogia oportunista o el gesto tribunero. Ha levantado con la autoridad de su voz noble suficientes críticas a la indecencia economicista, al desistimiento educativo y al envilecimiento de la vida pública. Y, a diferencia de otros recientes premiados desdeñosos, sabe entender que este honor no se lo concede el Gobierno sino su país. España.

EL MAESTRO DEL LOGOS

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