EL DEDO EN EL OJO
Los libros muertos
Cada vez se venden menos libros porque no encajan en la sociedad de lo efímero y lo inmediato
He reparado esta semana en una noticia que, no sé a ustedes, pero a mí me inquieta bastante: la Feria del Libro Antiguo de Córdoba ha clausurado su trigésimo cuarta edición con un descenso en las ventas y una menor afluencia de público. Y como las tragedias nuenca vienen solas, la coordinadora del evento ha informado de que ningún librero cordobés ha pedido participar en el certamen.
Las razones que aducen quienes entienden de esto para explicar esta incidencia tienen que ver con la crisis económica. Y puede que sea atinado, aunque también queda espacio para la duda si tenemos en cuenta que el consumo de las familias parece que ha vuelto a recuperarse en estos últimos tiempos; bien pudiera ser que el libro es aún considerado un artículo de lujo y es lo útlimo que una familia se plantee adquirir cuando va a la compra.
Pero consideraciones económicas aparte, no hemos de desdeñar plantear un análisis más profundo del fenómeno y considerar algunas posibilidades que pudieran ser consideradas como inquietantes.
Hace muchos años que oí algo que hizo anidar en mí una cierta actitud de recelo contra aquellos que en alguna ocasión me han pedido prestado un libro. La frase en cuestión decía que «los libros tienen su orgullo y cuando se prestan no vuelven». De igual modo pudiera ser cierto que «los libros tienen su orgullo y cuando no son comprados desaparecen».
Difícil lo tienen hoy los libros impresos porque la competencia digital es feroz. He ahí otra de las razones para explicar el desafecto de los lectores por el papel.
Pero yendo un poco más lejos pienso que esta moderna sociedad, que responde fielmente a lo que el sociólogo polaco Zygmunt Bauman denominó como «modernidad líquida», se ha constituido definitivamente sobre lo efímero, sobre lo transitorio, lo inmediato y lo mutable. Y nada de eso es un libro.
El libro pide asiento en la otrora «modernidad sólida», aquella en la que regía el compromiso a largo plazo y el asentamiento de los valores.
Pero hoy todo es líquido: fluyen las ideas sin detenerse en la reflexión de modo que pronto mutan en consignas y eslóganes simplistas, la introspección queda contenida en la estrechez de los 140 caracteres que sólo nos permite ver la realidad a través de un pequeño orificio, el discurso social y político se construye sobre las ocurrencias más o menos felices de viñetas, pegatinas y pancartas,… el pensamiento, finalmente, no puede tomar asiento.
Es esa misma modernidad líquida la que ha permitido, sin ir más lejos, la celebración de la indigna consulta catalana que pretende demoler lo permanente para dejar paso al fluido de lo inconsistente. ¡Deprisa, deprisa, que nada permanezca!
Es así como todo desaparece, se desvanece, periclita y decae. Ya hasta los libros…