CAMBIO DE GUARDIA

DE LO PÚBLICO Y LO PRIVADO

GABRIEL ALBIAC

Aquello que se paga con dinero público deja de ser vida privada. Y debe rendir cuenta de hasta el último céntimo

LA corrupción va a llevarse el sistema político español por delante. Nadie se asombre de ello. Desde 1978, la ausencia de controles fue el talón de Aquiles de un régimen constitucional muy imperfecto: el que hubiera debido servir tan sólo para salir de la dictadura; el que hubiera debido dejar paso a algo más acorde con los usos europeos, una vez que la estabilidad democrática estuvo garantizada.

No se hizo. Por un motivo humanamente demasiado comprensible. Quienes hacen y deshacen las constituciones son los políticos. Que son los principales beneficiarios de la impunidad corrupta. Habría que ser un héroe para desmantelar el modelo del que uno extrae sus privilegios. Los políticos españoles no eran héroes. No lo son. En su más alto porcentaje, eran –son– gentes sin oficio ni beneficio para llevar un tren de vida comparable a este con el que la lotería política los premia. Y estaban –están– dispuestos a matar antes que a tolerar que nada cambie.

El blindaje entre lo público y lo privado es el cimiento de las democracias. Todo lo demás son aspectos institucionales que las leyes regulan. Pero el principio sobre el que la libertad se asienta es este: entre vida privada y vida pública, la barrera es infranqueable; ni el Estado puede entrometerse en el espacio de cada uno ni ningún agente del Estado puede asentar su bienestar particular en prioridad o privilegio que le vengan de sus funciones públicas. Exactamente lo contrario de aquello sobre lo cual ha alzado su exhibicionismo obsceno esta pléyade de don nadies con coche oficial que corrompieron todo a lo largo de cuatro decenios.

Los afectos que a alguien liguen con otro u otra alguien, y los costes viajeros que eso genere en ambos, son cosa en la que nadie –y menos el Estado– tiene una sola palabra que decir. Es vida privada. Y como tal se paga con dinero privado. Que sólo a su poseedor concierne. Aquello que se paga con dinero público deja de ser vida privada. Y debe rendir cuenta de hasta el último céntimo. Y ser transparente ante todos. Porque es dinero de todos.

No sucede así. No en España. Donde las instituciones –Parlamento y Senado, pero no sólo– están blindadas para que nadie tenga allí que dar cuentas de nada. Reducir el sumidero que succiona el dinero común a historias más o menos ridículas de alcoba es trivializar la gravedad de lo que pasa. Que uno u otro de los senadores o parlamentarios carguen gastos personales al Estado no es letal: es una sinvergonzonería de la que deben entender los tribunales. Que todos –todos– los parlamentarios y senadores posean la potestad fantástica de hacerlo y que no exista delito en ese automatismo, eso sí es la muerte de una democracia. Su mutación en plácida oligarquía pagada a costa del contribuyente.

Y esa oligarquía no tiene siquiera la decencia de explicarnos qué es lo que ha estado haciendo con nuestro dinero. Su bienestar privado se alza sobre zonas de sombras consentidas por la Hacienda pública. Y eso no es un privilegio. Es un saqueo.

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