PRETÉRITO IMPERFECTO
Ciudad Jardín
Hay barrios que son a la vez el corazón y el talón de Aquiles de toda una ciudad
Aquel barrio era un músculo tan vital como prohibido en un cuerpo social anquilosado. Le han llamado de muchas formas, pero no conozco ninguna facultad urbana en la que entraran tantos estudiantes y salieran por sus puntos cardinales tanto veterinario, médico, biólogo, maestro, enfermero o economista junto. Mientras Córdoba buscaba un rumbo en el tren de las grandes urbes, Ciudad Jardín hervía como esas ollas mañaneras que cantan la hacienda doméstica con el inconfundible ritmo de sus pequeñas chimeneas de acero inoxidable. Era efervescencia comercial, bullicio febril y noctámbulo, hangar meretriz, sutil roce hormonal, colmena trabajadora de distinguida clase; patio de vecinos o castizo templo gastronómico y taurino en la raya del nueve de Los Califas. Donde siempre habitó esa estela inconfundible de familias vestidas de domingo. Y la concordia necesaria entre pacientes residentes y tropel estudiantil y profesional que hallaban su primer acomodo en esta ciudad. Un barrio hall, un barrio kleenex, un barrio de provincias, donde un portal o subterráneo era la «embajada» de turno en la capital para los pueblos señoriales. Un mercado andante. Una fiesta aromática y colorista. Un refranero popular con acentos. Un barrio de abuelos en la plaza. Un barrio 24 horas abierto, mitad pueblo, mitad metrópolis a escala, y un honrado hormiguero. Tan abigarrado siempre en su impronta, que lo único que no le ha cabido han sido versos que le cantaran a su genuina alma.
Con el empujón económico y el traslado universitario a Rabanales, el portal se llenó de repente de inmigrantes en busca de un futuro mejor. El paisanaje urbano fue mudando su rostro, no su ritmo. Ciudad Jardín volvía a ser esa oportunidad en la vida que hace más de cincuenta años ya tuvieron decenas de miles de caras del éxodo rural que dejaron el petate en la puerta. Cumplía de nuevo una misión social con otra generación y otros anhelos. Por delante, como siempre, mostraba las tendencias de la nueva España. Acomodada en la falsa solidez del boom económico e hipócrita como nueva rica desmemoriada. Aún así, su sabor seguía prácticamente intacto. Sus nativos empezaban a hacerse mayores. Sus hijos volaban en esa expansión residencial y migratoria acorde a los tiempos y surgían grietas de saturación y desajustes. Esos primeros achaques de la edad.
Entonces, el músculo se contracturó. Las bolsas de plástico y los pasos huidizos se multiplicaban por sus maltrechas calles. Lo llaman pobreza vergonzante. Aquel gran bazar urbano se contaminó de un virus que salpicó de motitas fluorescentes escaparates, balcones y portaje. Un duro sarampión. La bugalla mestiza comenzó a disiparse y las orejas puntiagudas de la marginalidad se afilaban con el frío de la carestía. Impertérritos, sus abuelos resisten, porque siempre han resistido a todo lo que les ha venido de frente. Aquel sabroso paladar empezó a agriarse como el vino remontado. El frenesí se apagó y las grietas tornaron fracturas difíciles de solidificar. La colmena colgó el cartel de «liquidación» y postró en la plaza al batallón de zánganos mirando hacia ninguna parte.
Hay barrios que son a la vez el corazón y el talón de Aquiles en la vida de una ciudad, y eso le ha pasado a Ciudad Jardín. Ha dado más de lo que ha recibido, y ahora urge un plan que alcance a la larga su reposición demográfica crucial; más allá de las curas urbanísticas, sociales y económicas que se le tengan que aplicar al enfermo. Lo merece igual que lo merecieron en su día otros barrios del sur de Córdoba donde se invirtieron y siguen invirtiendo espuertas de millones de euros solidarios de modo más que justificable. Pero que Ciudad Jardín, al que nunca le ha faltado la caravana electoralista de turno para pedirle el voto frívolo y facilón, ofrezca estos síntomas, debería dar que pensar muy mucho. Porque luego podrían llegar otros casos de similar factura.