CRÓNICAS DE PEGOLAND

LAS TORRES

RAFAEL RUIZ

Las ciudades se ven mejor así, de lejos. Donde no llega el ruido ni el olor a roña. Y solo hay blancos y tejas y calles

EL Cabildo de la Mezquita y/o Catedral (o Catedral antigua Mezquita, o Mezquita-Catedral) ha tenido la enorme idea de volver a abrir la torre (o alminar) para que las personas que nos visitan tengan una idea de conjunto. Según cuenta mi vecino de columna Luis Miranda, que es metódico para estas cosas, hay un montón de gente dispuesta a gastarse dos euros —de gañote si es que tienen la enorme dicha de no haber podido nacer en otra parte— por corretear escaleras arriba hasta la base desde donde la figura de un San Rafael, municipal por supuesto, nos tiene vigilados como aquel policía local de las barbas en la plaza de las Tendillas. Celebro profusamente la idea toda vez que el cierre de la torre, hará 25 años, fue una mala noticia. Según recordarán los de entonces, no fue cosa del patrimonio o del estado de la escalera sino que era un lugar privilegiado para quitarse del tabaco por la vía rápida de dejar hacer a la ley de la gravedad. Lo cual espantaba a los turistas.

Las ciudades se ven mejor desde arriba y desde lejos, dónde va a parar. Se convierten en paisaje y se le desdibujan los defectos, salvo el edificio de Zafra Polo, que eso no hay quien lo perdone. Personalmente, si tienen un colega en el Ayuntamiento, les recomiendo que haga que les abran Santa Clara, en la calle Rey Heredia (lagarto, lagarto). La torre de la Mezquita y/o Catedral, que hoy tengo el cuerpo ecuménico, está demasiado cerca. Y se necesita la distancia del pequeño y ruinoso convento para comprender dos cosas: que la belleza de Córdoba se encuentra en la irregularidad de las medianeras —muerte al que inventó los adosados—, en la caótica distribución de tejas y ropa a medio secar, en el blanco de la cal y el gris de la piedra.

Pero, es verdad, desde el cielo las cosas pierden gravidez y todo se vuelve inmenso. El que observa se convierte en un ser pequeño, como de primer día de párvulos, antes de que le pusiesen el horroroso nombre de Preescolar, lo que tuvo que ser el PSOE. Y las cosas se ven en su conjunto, ajenas a la gente que mete a la pata, a los mezquinos y a los oportunistas. Donde solo hay cielo y fresco es el lugar donde las ciudades se ven abstractas, pierden la concreción de los que las fastidian, les quitan lo que tienen y tratan a sus vecinos como si fueran imbéciles.

En las torres, desde arriba, se aplica el principio de incertidumbre, ley científica que dice que quien mira, condiciona lo mirado incluso en un laboratorio. Y no es lo mismo el que aprovecha desde arriba para ciscarse en la madre de todo energúmeno viviente que el que se pone a recitar a Góngora: ¡Oh excelso muro, oh torres coronadas de honor, de majestad, de gallardía! Y allí, con el fresco de la mañana, da igual Podemos y el de la coleta. Y la Pantoja y la panda de energúmenos y ladrones que se han hecho ricos a nuestra costa. Porque arriba estamos nosotros, nuestra conciencia y esta ciudad tan arrebatadoramente hermosa.

LAS TORRES

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