VERSO SUELTO

Michelines

Antes de la sana dieta severa del PP, el Ayuntamiento era un obeso norteamericano embrutecido por la comida basura

LUIS MIRANDA

TODAVÍA quedan países en los que tener bastantes kilos de más es una señal de prosperidad, una marca de prestigio social, una medalla ostentosa de que uno tiene para comprar mucha más comida de la que le cabe en el cuerpo y tiene que ampliarlo alrededor de la cintura meneando el bigote sin parar. En España también fue así en aquel tiempo donde apenas había algo que llevarse a la boca y el dinero se guardaba debajo del colchón, pero sus frutos se enseñaban en la barriga. Hace tiempo que la obsesión con la belleza y el aspecto exterior fijaron el dogma de que hay que estar en los huesos para gustar, y ahora el poderío de la cuenta corriente se demuestra presumiendo de platos hipocalóricos, dietas con alimentos exóticos que cuestan una pasta y tratamientos en balnearios exclusivos.

En la política, sin embargo, la gordura y el hábito de comer más de lo que se puede sólo por el vicio de no parar sí son lo corriente y lo que genera votos, sobre todo en la parte municipal, donde los alcaldes se ganaban sobre todo a la gente a base de obras en las calles y de proyectos con mucho relumbrón pero casi nunca bien justificados. De los años del ladrillo no le quedó a Córdoba ninguna fuente duradera de riqueza o de empleo, pero sí unas cuantas pérgolas, es decir, unos pocos edificios vacíos en los que se gastó un dineral, en realidad michelines de grasa que obligaban a abrir un poco más el cinturón y hasta a cambiar de pantalones, y que encima se entendían como deseables. Eran vistosos y a veces históricos, en sitios tan sensibles y a la vista de la gente, pero perfectamente inútiles para una Administración que no sabía qué hacer con ellos. La pérgola original amenazó ruina, el quiosco de la música es un monumento muy bonito al vacío y el que se llamó Salón Victoria en los años del rosismo tuvo que encontrar su sitio hace poco transformado en una estupenda mezcla entre mercado y lugar de copas.

Cuando Nieto se hizo con aquel bastón de mando que no le podía dar Rafael Gómez y vio los agujeros en las arcas, al PP no le quedó más remedio que poner al Ayuntamiento a régimen severo. La laica gente de Izquierda Unida decía a los proveedores que cobrarían cuando Dios quisiera, los intereses de los bancos habían alicatado de colesterol las arterias y opositaban al infarto, y todos los años se gastaba más y se ingresaba menos sin que a nadie le importara. Antes que un ser famélico con los pómulos marcados por las carencias, la municipalidad era uno de esos obesos norteamericanos, embrutecidos por la comida basura que mataba la angustia de las necesidades y condenados a un vecino futuro de enfermedades.

Por más que Tejada diera en uno de sus primeros plenos en la dura oposición unas recetas para seguir cogiendo chicha sin el menor remordimiento, había que aplicar una dieta, y la gestión de José María Bellido lo consiguió a costa de que los trabajadores municipales sacrificaran algo, y a veces más, de sus sueldos, pero sobre todo al dejar de gastar en obras que nadie pedía y en viajes hacia ninguna parte. Ahora que el Ayuntamiento tiene sus cuentas más limpias, hay que recordar cómo Álvaro Pombo decía que la austera Regla de San Benito, que impone la frugalidad, el trabajo y el silencio, es a su modo todo un estilo de vida de exquisita elegancia, y pienso en que estaría bien seguir perdiendo kilos, gastando poco en edificios raros, con plantillas más razonables pero pagando bien a los que ya están, antes que volver a la vieja época de reformas al capricho, recepciones todos los días y centros de visitantes con muchos ladrillos pero sin nada de provecho dentro.

Michelines

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